Hay esperanza y hay futuro para los judíos. Y la Iglesia Cristiana debería tomar nota de ello.
Una de las fiestas judías es la de fiesta de “Janucá”, la fiesta de la dedicación del templo. Es mencionada en la Biblia en una sola ocasión: en Juan 10:22 cuando Jesucristo acudía al templo durante su celebración.
La fiesta recuerda la victoria de Israel sobre el rey sirio Antíoco Epífanes. Eran tiempos de feroz persecución para los judíos. En el año 170 aC Antíoco IV conquistó Jerusalén. Acto seguido profanó el templo y puso un altar pagano allí. Y en este mismo altar finalmente ordenó el sacrificio de un cerdo.
Bajo liderazgo de Matatías de la familia de los Hasmoneos, los judíos luchaban contra los sirios. Era la famosa revuelta de los Macabeos. Finalmente, en el año 164 aC se liberó el templo. El día 25 de Quislev (que corresponde a nuestro 7 diciembre de aquel año), encontraron la menorá (el candelabro de siete brazos) apagada. Solo había aceite sagrado para un día. Encendieron la menorá y al mismo tiempo prepararon el aceite nuevo según los mandamientos de la Ley de Moisés. Tardaron 8 días en conseguir el aceite según la prescripción de la Ley. Y sin embargo, así se cuenta, la menorá no se apagó durante esos 8 días.
Para mi sirve este episodio de la historia de Israel como ejemplo de que la luz de las promesas de Dios tampoco se apagará jamás.
Pablo expone todo este tema con mucho detalle en Romanos 9-11. Y sin embargo, estos capítulos han sido puestos de lado por la Iglesia en muchas ocasiones, dando lugar a una hostilidad contra los judíos que siempre se ha caracterizado por su completa irracionalidad y –por supuesto– nula base bíblica.
Pablo –siendo judío- deja claro que la razón de la situación actual de Israel es caracterizada por su orgullo y su auto-suficiencia. Pero siempre ha quedado un resto entre los judíos de aquellos que reconocieron a Jesús de Nazaret como su Mesías.
Pero al mismo tiempo, Pablo enseña claramente: Israel tiene un futuro como pueblo, como etnia. La luz de Israel jamás se apagará por completo. Todo lo contrario: se convertirá de nuevo en llama ardiente.
El rechazo de Israel hacia su Mesías no es final, sino que es una oportunidad para los gentiles. La situación espiritual de Israel es para provocarles a los judíos a tener celos. Celos para volver a casa. Y nos dice Pablo que el arrepentimiento de Israel, será mayor bendición todavía para la Iglesia.
La semana pasada vimos que la parábola del olivo nos enseña una gran lección: solo hay un pueblo de Dios. Los creyentes de entre los gentiles fueron injertados en el árbol. Y las ramas desgajadas pueden ser injertadas de nuevo. Pablo sigue advirtiendo a los romanos que no hay ninguna razón para el orgullo. Una iglesia cristiana que se siente superior y se comporta de forma arrogante frente a los judíos, realmente no cumple la voluntad de Dios ni ha entendido el plan de la salvación. Y esto no es distinto hoy que en los tiempos de Pablo.
Y en la última parte del capítulo 11, Pablo revela un misterio. En realidad son dos misterios. En primer lugar, Israel sufre un endurecimiento parcial (11:25). No entiende que Jesús de Nazaret es el Mesías. Y a día de hoy es la mayor parte de los judíos que no lo entienden. Pero esto no seguirá así para siempre: Llegará el día cuando el número total de gentiles que Dios ha elegido llegue a conocer a Cristo. Y esto será el gran día de Israel.
Porque aquí viene el segundo misterio: toda Israel será salva (26.27). Un tremendo y gran avivamiento entre el pueblo judío. Es curioso, por cierto, que dentro del campo evangélico precisamente los puritanos y sus grandes teólogos siempre han mantenido esta visión. A partir de este momento las cosas se van a precipitar: significará finalmente la segunda venida de Cristo, los nuevos cielos y la nueva tierra, un futuro glorioso.
Por lo tanto, hay esperanza y hay futuro para los judíos. Y la Iglesia Cristiana debería tomar nota de ello. Pablo lo demuestra con versículos del AT del profeta Isaías (59:20.21). No cabe duda: el Libertador vendrá a Sión. Esto se cumplió hace 2000 años.
Pero ahí no se queda el asunto: el Mesías saldrá y quitará el pecado de Israel. Nos recuerda a las palabras de Daniel 9:24: “Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad, para terminar la prevaricación, y poner fin al pecado y expiar la iniquidad, para traer la justicia perdurable y sellar la visión y la profecía y ungir al santo de los santos.” Israel como pueblo formará parte de este Nuevo Pacto. Las promesas de Dios se cumplirán.
Y Pablo insiste en lo que hay que entender: Dios es fiel a sus promesas incondicionales. Y esas promesas incondicionales incluyen el futuro de Israel, de los judíos.
La argumentación de Pablo sigue en los versículos 28 - 32. Sí, es verdad: entregaron al Mesías, azotaron a Pedro y a Juan, mataron a Esteban, querían matar a Pablo, instigaron a las autoridades romanas en Asia menor, etc. Y hasta el día de hoy algunos judíos ultraortodoxos pueden escupirle en la cara a un cristiano o burlarse de sus creencias en sus páginas web. Los religiosos siguen siendo hostiles al evangelio. Y los seculares de todos modos no quieren saber nada del tema.
Y sin embargo, son amados por Dios. Dios ama a Israel. Ha dado promesas a Abraham, a Isaac, a Jacob y a David. Y ¿qué significa esto? Dios no cambia las reglas del juego durante el partido. Y como Iglesia Cristiana hacemos bien en no menospreciar a un pueblo que aún no ha encontrado su Mesías, pero que nos ha conservado toda la información sobre Él.
“Santa Rita, lo que se da no se quita.” Ese refrán español es particularmente verdad en cuanto a los dones y el llamamiento de Dios. Y ¿qué son esos dones? En este pasaje no son los dones espirituales ni son el llamamiento al ministerio. Fácilmente se saca esto del contexto. Pablo habla de otra cosa. El habla de los que ya ha mencionado en Romanos 9:4.5: son los dones que Dios ha dado a Israel: adopción, gloria, pacto, promulgación de la Ley, culto y promesas.
Y ¿el llamamiento?
Se remonta a Abraham. Dios le llamó. Su nieto se llamaba Jacobo. Dios cambió su nombre en Israel. Y aparte de las promesas generales, hay específicas para los descendientes de Israel. Dios permitió que el olivo creciera. Los gentiles fuimos injertados por la pura gracia divina y los judíos reciben la salvación por la misma vía: la gracia divina. No la merecen. Igual que nosotros. Pero a pesar de su desobediencia, habrá una final feliz. Llegará el momento cuando el remanente deja de serlo: todos finalmente le reconocerán. Jesús de Nazaret es el Mesías.
Lo que viene en los últimos versículos del capítulo es una alabanza de la sabiduría divina. No cabe otra respuesta.
Esa sabiduría es profunda. Quiere decir: nosotros no conocemos las últimas razones e intenciones de Dios.
Esa sabiduría es rica. No hay una explicación fácil.
Esa sabiduría es inexplorable. Dios nos va a revelar más cosas cuando estemos con El. Pero nunca vamos a entender todo. Y mucho menos ahora.
Su plan es insondable e inescrutable. Algunas cosas no tendrán explicación. Están fuera de nuestro alcance. No podemos entrar en la mente de Dios. No podemos analizar sus razones.
Con toda nuestra sabiduría que nos concedemos generosamente es bueno recordar: que ni somos los abogados de Dios, ni sus maestros.
El capítulo termina con unas expresiones que simplemente nos demuestran nuestras limitaciones. Dios es el Creador, El que sostiene su creación, es el centro y la meta de todo. Y ante todo Él no merece nuestra crítica, sino nuestra adoración. La adoración hace que tu alma coja el ritmo y la música de esta melodía sublime que sale del trono de Dios.
Esto siempre es buena idea. Pero particularmente en nuestra relación con el tema de Israel y los judíos.
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