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Wenceslao Calvo
 

Suicidio: el final de un mortal trastorno

Hay un trastorno en el alma humana, que la prosperidad material no puede curar.

CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 12 DE SEPTIEMBRE DE 2019 08:00 h

La muerte, previsiblemente por suicidio, de la medallista olímpica española Blanca Fernández Ochoa ha sacado a la luz un fenómeno del que poco se habla, pero que está más extendido de lo que parece, dado que la primera causa de muerte externa en España es el suicidio. Por muerte externa se entienden las muertes no naturales, siendo las naturales las producidas por enfermedades del tipo que sean. Muertes externas serían las producidas por accidentes de tráfico, accidentes de trabajo o por violencia. Pues bien, la estadística señala que las muertes por suicidio superan a las producidas por esos hechos. Diez personas al día se quitan la vida en España y por cada una que se suicida, hay veinte que lo intentan.



La situación no es mejor en el resto de Europa, donde se ha convertido en el mayor problema de salud pública y aunque pareciera que en los países donde mayor prosperidad hay, habría menos tasas de suicido, la realidad es la contraria; países como Luxemburgo o Austria, donde la renta per cápita es muy alta y el porcentaje de paro es muy bajo, tienen cotas de suicidio más elevadas que países más pobres, como España, Portugal o Grecia.



Todo esto significa que hay un trastorno en el alma humana, que la prosperidad material no puede curar. La vida en ocasiones se torna insoportable y de nada vale recurrir a estupefacientes y otras vías de escape para evadirse, porque cuando se vuelve a la realidad, ésta sigue siendo la misma que antes, lo cual empuja a una espiral de adicción que destruye a la persona.



Que la vida a veces se vuelve cuesta arriba, lo experimentan también las personas que conocen a Dios, como sabemos por los casos de Moisés, David o Elías, que en determinados momentos sintieron el peso abrumador que les aplastaba.



Esta condición humana, que es intemporal, ahora en el siglo XXI y hace tres mil años, es a la que se refirió Jesús cuando habló de los ‘trabajados y cargados.’ Son dos términos bien expresivos del estado de extenuación y agotamiento al que se puede llegar. Si ya de por sí ‘trabajados’ supone una condición de estar al límite, ‘cargados’ le añade a esa condición un sobrepeso añadido. Si alguien está cargado, pero está fresco, podrá sobrellevar la carga. Pero si alguien está fatigado y sin fuerzas y se le añade peso para llevar, el resultado será el colapso.



Hay muchas causas que desembocan en ese insoportable estado. Una puede ser el desorden interior que gobierna el alma y que acaba convirtiéndose en un verdugo torturador que mata todo sosiego. El afán y la ansiedad por las cosas materiales, cuyo rédito no compensa el esfuerzo realizado por conseguirlas y que finalmente no procuran la felicidad perseguida, puede ser otra causa. El ritmo frenético del mundo en el que vivimos, que nos impone una velocidad y unas exigencias más allá de lo admisible, es fuente de abundante fatiga y perturbación. Las pruebas y adversidades que se presentan, algunas de las cuales parecen no tener solución, son otra fuente de vértigo vital. Juntando estas causas y otras más, no es extraño el estado de extenuación al que puede llegarse.



Necesitamos una cura, una medicina, o mejor, un médico que nos recete bien, porque auto-medicarse en esto, como ocurre con las dolencias físicas, no es una solución y hasta puede agravar el problema. El médico que necesitamos es un médico del alma.



Y aquí es donde se presenta Jesús diciendo: ‘Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados y yo os haré descansar.’ Siempre es el enfermo el que toma la iniciativa para ir al médico, pero Jesús es el médico que la toma para que vayamos a él. Con él no hay el problema que se presenta tantas veces en los ambulatorios, que debido a la abundancia de pacientes y a la escasez de médicos, éstos no pueden atender con la debida tranquilidad a cada uno de ellos. De hecho, han de tener un límite en el cupo de pacientes. Pero Jesús dice: ‘Venid a mí todos…’ Ese todos indica que nadie queda excluido por falta de capacidad o de tiempo del que llama. ¡Qué bueno es saber que no estamos ante alguien al que la exposición multiplicada de casos le va a ocasionar un exceso de trabajo, hasta el punto de que diga: Basta, no puedo atender a más!



Tras la invitación, Jesús añade la promesa hecha en términos inequívocos: ‘Yo os haré descansar.’ En primer lugar, nótese el pronombre personal yo, que de manera destacada preside la promesa. Para que alguien hable de forma tan rotunda tiene que estar muy seguro de lo que dice. ¿Y qué es lo que una persona exhausta necesita? Descanso. Hay una diferencia abismal entre ocio y descanso. El ocio es pasivo y puede ser fuente de innumerables problemas. El descanso es la recuperación del equilibrio perdido, la introducción del orden que construye y del sosiego que aquieta el alma.



A continuación, Jesús nos receta el medicamento a tomar: ‘Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí.’ Ese medicamento está compuesto de dos ingredientes: Un  método y un modelo. El método es el yugo, su yugo. Parece que yugo y descanso son términos contradictorios. De hecho, empleamos la palabra yugo para referirnos a situaciones insufribles, como cuando decimos que tal nación está bajo el yugo, o sea, bajo la tiranía, de fulano. Pero hay yugos y yugos. Y el yugo de Jesús es benigno, porque nos hace bien. Es precisamente la falta de ese yugo benigno lo que se convierte en un yugo insoportable. Hay el yugo del pecado, que es implacable. Hay el yugo del diablo, que es cruel. Hay el yugo de la muerte, que es terrible. Pero el yugo de Jesús es benigno, porque nos encauza y dirige en el propósito para el cual Dios nos hizo. Hay personas que consideran que lo mejor es no tener ningún yugo. Pero eso es imposible, porque incluso los que se sacuden cualquier yugo, lo que hacen es ponerse ellos mismos el yugo de sus propias pasiones e ideas, que termina convirtiéndose en algo inaguantable.



El modelo que Jesús nos propone para que tomemos nota es él mismo. Aprendiendo de su mansedumbre y humildad de corazón, su yugo es benigno. Porque aunque lo sea, si el corazón es rebelde y malo, el yugo no se soportará, no por el yugo en sí, sino por la mala condición del corazón. De ahí la necesidad de aprender de él, de su carácter. Entonces hallaremos descanso para nuestras almas.



En un mundo y unas circunstancias que empujan a la desesperación, hay remedio para los trabajados y cargados en ese Médico del alma que es Jesucristo.


 

 


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