Si pudiéramos verlo y entenderlo como lo percibían los de su tiempo inmediato veríamos que en la historia de los milagros de Jesús lo principal es la dignidad con la que trataba a los que la sociedad despreciaba.
Tomando de la mano al ciego lo sacó fuera del pueblo. Después de escupirle en los ojos y de poner las manos sobre él, le preguntó:
—¿Puedes ver ahora?
Marcos 8:23
Al volver a las notas para este artículo después de un parón involuntario, me encuentro con un mensaje bastante misterioso que me dejé a mí misma hace semanas. Junto a este versículo solamente tres palabras que, en teoría, me debían bastar para desarrollar el tema: “Devolvernos la dignidad”. El caso es que ahora mismo no me acuerdo cuál fue mi primer pensamiento, ni por qué lo escribí. Pero vuelve a llamarme la atención. Abundan en los evangelios los relatos de sanación, y en todos ellos, inadvertidamente, hay un hilo común: Jesús siempre lo hizo desde el respeto y la dignidad. Ahora no lo vemos tan claro porque no somos capaces de atravesar la gruesa capa de los siglos, pero si pudiéramos verlo y entenderlo como lo percibían los de su tiempo inmediato veríamos que en la historia de los milagros de Jesús lo principal es la dignidad con la que trataba a los que la sociedad despreciaba. Detrás de los milagros de Jesús hay muchos mensajes, pero uno de los más claros es devolverle la dignidad perdida a toda aquella gente.
Eran desechables, ignorados, marginales. Si la vida común en el Mediterráneo del siglo I era dura, ser minusválido en aquel entorno era un infierno de opresión, malos tratos, acusaciones, miedo, miseria y dolor. Sus enfermedades no se entendían como se entiende hoy. Sus sanaciones no ocurrieron como anhelamos y oramos hoy para que ocurran. La clave de la acción sanadora de Jesús sobre ciegos, cojos y leprosos era restaurarles la dignidad. Como ocurrió con el endemoniado del capítulo 2, todos los que antes estaban desterrados de la vida común regresaban a ella como seres humanos de pleno derecho. No solo sanados, sino perdonados: en orden, en plenas facultades. Volvían a tener la capacidad de trabajar y ganarse un salario; volvían a tener derecho a convivir en familia. Perdían su condición de miserables para pasar a ser de nuevo cabezas de la sociedad.
Hay algo que he tenido que aprender en los últimos tiempos: Dios no nos quiere miserables. Ni en sentido moral ni en sentido literal. Lejos de la falacia de la teología de la prosperidad, en Cristo, Dios quiere restaurarnos lo más parecido posible (salvando las distancias) a nuestro origen en el Edén. En eso consiste el reino de los cielos. Por eso debemos alejarnos de una visión meramente humana de la dignidad y de la prosperidad. Lo digo porque delante de Dios, frente a los dominios de su reino, ni el capitalismo, ni el socialismo, ni ningún otro sistema creado nos va a dar la felicidad y la dignidad con la que fuimos creados y que perdimos; y Dios, al mismo tiempo, puede bendecir y prosperar a los suyos en medio de estos sistemas fallidos y sistémicamente falibles. Me ha costado creerlo, porque vamos creciendo y se nos enseña a no mirar más allá ni a tener ninguna otra esperanza que lo que meramente podemos alcanzar como humanos. Nos enseñan la pelea frente a frente, el cuerpo a cuerpo de quién es mejor, cuando ambas partes son perdedoras desde el principio. Nos hemos llegado incluso a creer que cuestionar nuestro sistema social es pecado… y eso solamente ocurre cuando lo elevamos al altar de un dios.
Lo digo porque hay dignidad en el trabajo, y en el orden social, pero Dios puede devolvernos esa dignidad que es nuestra vivamos dónde y cuándo vivamos. Jesús le devolvió la dignidad a este ciego en un sistema imperialista; restauró vidas en medio del sistema medieval feudal, en los albores del antiguo régimen y durante la Ilustración; encontró y salvó a sus hijos en regímenes dictatoriales y en el comunismo. Salva a los suyos en las democracias liberales y en las democracias socialistas. Lo humano es temporal, y la salvación que nos ofrece es eterna, pero debemos creer que, más allá de nuestra realidad inmediata, además, es posible hoy, aquí y ahora. Como seres humanos nos creamos sistemas sociales que, esperamos, sea la solución definitiva, pero en el fondo están llenos de fallos y ruinas.
Nuestro sistema tiene la maldita tendencia a crear miserables perpetuos, a pensar en las personas como desechables y favorecer a los que acumulan dinero y poder. Y, sin embargo, el Señor restaura a los suyos por encima de ese patrón aparentemente insalvable. En medio de persecuciones, de fracasos, de adversidades, de sufrimientos y dolores, los suyos prosperan como el árbol plantado junto al río del Salmo 1, porque la prosperidad no es (solo) económica, como pensamos aquí. La prosperidad es la forma en que la dignidad que nos pertenece como criaturas e hijos de Dios encuentra una manera de avanzar y florecer. Estemos donde estemos.
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