El amor de Dios se muestra a través de nuestra renuncia.
Para alcanzar algunas metas hemos de renunciar a otras.
Renunciar. Abandonar algo que es mío y a lo que tengo querencia pero que no debo seguir poseyendo.
Abandonar una actitud cómoda sabiendo que seguir en ella no es del agrado de Dios.
Renunciar a aquello que pese a ser positivo, no me hace bien, porque aunque me es lícito no me conviene.
Cuando deseas avanzar en el camino no siempre la norma es escalar peldaños, prosperar, solventar escollos y conseguir llegar un poco más allá. En ocasiones hay que parase, desprenderse de cosas, dar un pequeño paso hacia atrás y comprobar desde otra perspectiva las vicisitudes del recorrido.
Renunciar no es sinónimo de perdida, la renuncia puede traernos libertad, despojarnos de pensamientos e ideas que nos estancan y elevarnos a un nivel superior donde tienen cabida muchas más elecciones.
Dejando atrás el pasado y extendiéndonos a lo que está delante.
Cuando me dispongo a ausentar de mí actitudes bañadas de cierto egocentrismo, propicio la gracia de Dios para con quienes me rodean. Mi renuncia posee fuerza para alentar a otros, mi desapego por la comodidad hace que la vida de alguna otra persona pueda favorecerse de mi desprendimiento.
No puedo ni quiero seguir guardando mi talento a esperas de que venga el amo y pueda devolverle intacto aquello que me otorgó. Quiero utilizar lo que él ha legado en mí y hacer que esto produzca el fruto adecuado.
Cuando soy incapaz de sacrificar mi conveniencia, mi bienestar, mi persona, le digo de forma implícita a quienes me necesitan que no estoy dispuesta a hacer nada por ellos, que sigo teniendo la vista puesta en mí.
El amor de Dios se muestra a través de nuestra renuncia.
Alcanzamos grados más sublimes cuando aprendemos a restar para dejar que sea la voluntad del Padre la que sume.
Renunciando a mi interés hago que Él ocupe el lugar que le corresponde, un escalafón desde el cual puede gobernar mi vida.
Perder para ganar. Soltar amarras y dejar que Él guie la embarcación. Desistir ante la idea de querer controlar mi vida y permitir que sea Él quien la dirija.
Cuando antepongo su voluntad y me someto a ella, estoy propiciando el milagro del cambio. Cuando enarbolo el corazón ciñéndolo a su santa voluntad, compruebo que su diestra sigue sosteniéndome.
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