No hemos de dar por sentado que las causas del problema sean aquellas que generalmente se identifican en los medios seculares.
La violencia contra las mujeres es uno de los peores males que sufre la sociedad española actual, y los cristianos evangélicos debemos hacer todo cuanto esté en nuestra mano para contribuir a erradicarlo. Sin embargo, lo que no hemos de dar por sentado es que las causas del problema sean aquellas que generalmente se identifican en los medios seculares. El discurso feminista ha impregnado el debate sobre esta cuestión y lo ha hecho poco riguroso. Todo se debería -según ellas/ellos- al machismo imperante y al modelo de sociedad patriarcal. Es normal que digan tales cosas, puesto que su objetivo es una sociedad sin distinción entre los sexos o incluso en la que se dé más bien la preeminencia a la mujer. Lo que no es lógico es que los evangélicos adoptemos, sin más, ese discurso, como hacía recientemente una hermana en Protestante Digital en el contexto del “Día de la mujer”. A la hora de hacer un diagnóstico de cualquier disfunción social, los cristianos debemos llevar a cabo una reflexión profunda sobre ella a la luz de la Palabra de Dios.
¿Está el machismo en el origen de la actual violencia contra las mujeres? En gran medida sí, ya que el hombre se ha “enseñoreado” de la mujer -en la mayoría de los casos abusivamente- desde la caída de Adán[1]. Sin embargo, el cristianismo supuso un cambio radical -ejemplificado por Jesús en su forma de tratar con el sexo femenino[2] y establecido por la posterior enseñanza de los apóstoles[3]- el cual ha perdurado en el mundo occidental mientras la cosmovisión y la ética cristiana han prevalecido. Es así porque Jesús, quien vino a restaurar todas las cosas a como Dios quiso que fueran en el principio[4] y dar la interpretación correcta de la ley divina[5], condenó el machismo[6], aunque no abolió lo establecido por Dios en la creación.
Por tanto no debe identificarse “machismo” con “patriarcado”, como hacen interesadamente las feministas equiparando este último al abuso, la injusticia y la opresión contra las mujeres. El patriarcado -o liderazgo del hombre con relación a la mujer- no es producto del pecado de Adán, sino parte del orden natural instituido por Dios y revelado en su Palabra[7], y perdura aun después de la venida de Cristo[8]. Dicho liderazgo no tiene nada que ver con una supuesta inferioridad de la mujer, ni con una menor inteligencia de esta respecto del varón[9], ni con nada por el estilo. Hombre y mujer están igualmente hechos a imagen y semejanza de Dios y tienen el mismo valor y la misma dignidad en Cristo[10]. Los “roles” de uno y otro sexo, sin embargo, pueden variar en cierto modo según las diferentes culturas, pero en esencia siempre serán distintos, como dicta la propia naturaleza, y complementarios[11].
La enseñanza del Nuevo Testamento, por tanto, al tiempo que mantiene el “patriarcado”, rechaza todo menosprecio, abuso, opresión o maltrato de la mujer; y el ejemplo que nos presenta es de tan alto nivel que no deja lugar a dudas en cuanto a la dignidad que ella tiene a los ojos de Dios: “Maridos, amad a vuestras mujeres -dice Pablo-, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5:25). Y añade Pedro: “Vosotros, maridos [...], vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida” (1 P. 3:7). Y termina diciendo que, si el hombre no actúa de esta manera, Dios cerrará el oído a sus oraciones.
Confundir machismo con patriarcado y meterlos en el mismo saco es una estrategia artera que trata de subvertir el orden establecido por Dios y, tras la cual, se percibe la mano del enemigo intentando destruir la obra del Creador e incitando al ser humano a la rebelión contra Él para que labre su propia ruina. Como afirma la Biblia, el diablo consigue engañar al mundo entero con sus falacias[12]; pero, si bien resulta normal que el mundo sea tan fácilmente engañado y cambie “la verdad de Dios por la mentira” (Ro. 1:25), no lo es en absoluto que los creyentes en Cristo -que no ignoramos las maquinaciones de Satanás[13]- nos dejemos embaucar por sus argumentos: ya que ni el patriarcado es lo mismo que el machismo, ni se puede atribuir a este último toda la violencia contra las mujeres que existe actualmente en España.
OTRAS POSIBLES CAUSAS
Hace varios años, los medios de comunicación se echaron encima de la Conferencia Episcopal católica porque los obispos habían dicho que la culpa de la violencia contra las mujeres la tenía principalmente la revolución sexual de los últimos cincuenta años. Sin embargo, si somos capaces de superar nuestro tradicional prejuicio anticatólico, veremos que hay mucho de verdad en ello.
Los casos de violencia contra las mujeres se dan muchas veces, hoy en día, en contextos en los que la pareja ha pasado por múltiples relaciones. No siempre procede dicha violencia de un marido machista, sino que es a menudo perpetrada por la pareja de la mujer, el compañero sentimental de esta o el exmarido o amante de la víctima. La multiplicación de relaciones sexuales fuera del matrimonio es uno de los “logros” de la revolución sexual de los años sesenta y sucesivos del siglo pasado, que ha producido una terrible deformación y perversión de las prácticas sexuales entre las personas, convirtiéndose en un elemento profundamente desestabilizador para la gente, tanto en lo psicológico como en lo social.
LOS CELOS
Los celos, cuando no son patológicos, constituyen un elemento inherente a ese ser “una sola carne” (Mt. 19:4-6) que implica la unión sexual entre los esposos, amantes o incluso en una relación comercial [14]. Es un mecanismo de protección de esa nueva entidad psico-social que se crea entre las personas con este tipo de intimidad. Dichos celos están en la raíz de muchos de los asesinatos actuales de mujeres: lo que antes se llamaba “crímenes pasionales”. El movimiento feminista ha hecho creer a nuestra sociedad que los celos son siempre algo negativo, porque denotan una actitud posesiva del otro y coartan la sacrosanta “libertad” del ser humano.
Pero es que, en el plan de Dios, la unión sexual implica una pérdida de libertad: “No son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Mt. 19:6). O, como dice Pablo: “La mujer no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad sobre su propio cuerpo, sino la mujer” (1 Co. 7:4).
Los celos son una experiencia común a hombres y mujeres cuando la unidad de la pareja está en peligro de romperse o se rompe. No son en sí mismos algo que la Palabra de Dios condene; a menos que no exista razón alguna para tenerlos y sean solo el fruto de una desconfianza morbosa. El Señor mismo se define como un Dios celoso de su pueblo[15], y la Biblia advierte del peligro que suponen los celos del hombre[16]. En el Antiguo Testamento se proveía un mecanismo legal para que pudieran resolverse los celos del varón antes de que este se entregara a una respuesta violenta[17]. Los celos fundados, tanto del esposo como de la esposa, no son en modo alguno reprensibles o pecaminosos -aunque pueden conducir al pecado violento-, sino una reacción natural de autodefensa de la relación. Multiplicar el número de encuentros sexuales y de emparejamientos da como resultado un cóctel de celos explosivo.
LA PORNOGRAFÍA
Por otro lado, el consumo de pornografía -supuestamente inocuo e incluso beneficioso en opinión de los gurús de la liberación sexual-, convierte a los seres humanos (especialmente a las mujeres) en simples objetos de placer, a veces sórdido, para disfrutar de los cuales no se necesita compromiso alguno ni siquiera ternura. La influencia que la pornografía pueda tener en la actual violencia contra las mujeres está por estudiar, pero sus efectos se intuyen. ¡El machismo no es el único culpable de la violencia contra la mujer, y al patriarcado se le puede exculpar totalmente de ella!
EL PATRIARCADO BÍBLICO
Los ejemplos bíblicos de matrimonio en una sociedad patriarcal -tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo- son de hombres que aman a sus mujeres y las cuidan; mientras que estas aceptan y respetan el liderato y la autoridad de sus esposos[18]. Los casos de Abraham y Sara, Isaac y Rebeca, Jacob y Lea (o Raquel), son todo menos ejemplos de machismo; y el tierno amor de Oseas por su infiel esposa Gomer -el cual ejemplifica la relación de amor, misericordia y perdón de Dios para con su pueblo- deja al patriarcado del Antiguo Testamento en muy buen lugar, y apuntando ya hacia esa suprema muestra de amor conyugal que dio Jesucristo a su Esposa, la Iglesia[19].
La enseñanza del Nuevo Testamento en cuanto a la relación hombre-mujer, no es que “en Cristo” ya no haya diferencia entre ambos: estos siguen siendo distintos en el ámbito social (o de “rol”), como lo son también en lo físico y lo psicológico (aunque no lo quieran reconocer las feministas). Lo que sí hizo Jesús fue restaurar a la mujer la dignidad que le correspondía en el plan de Dios, por ser participante –del mismo modo que el varón– de la imagen y semejanza divina; dignidad de la cual el varón, con su “machismo” resultante de la Caída, la había privado.
El estatus de la mujer, no solo en el judaísmo sino también en los mundos griego y romano -o en cualquier otra cultura- da testimonio de que tal era la situación femenina. Cuando el apóstol Pablo dice que en Cristo “no hay varón ni mujer” (Gá. 3:28), se está refiriendo a esa restauración de la dignidad perdida, no a que el Señor haya borrado la diferencia entre hombres y mujeres en lo concerniente al liderato o la autoridad[20]. Jesús, con sus palabras y su ejemplo, dejó bien claro que su sublime enseñanza y su salvación eran tanto para la mujer como para el varón[21], y tuvo seguidoras[22], discípulas y testigos de su resurrección entre ellas[23], pero no apóstoles (por mucho que se quiera forzar el caso de Junias[24] o de Priscila). Y podemos estar seguros de que, si el Señor hubiera considerado una discriminación injusta el hecho de que la mujer no tuviera el mismo rol de liderazgo que el hombre en la sociedad, la familia o la iglesia, hubiese denunciado esa situación, como no dudó en hacer con otras injusticias de su tiempo[25]. El hombre y la mujer están hechos para complementarse entre sí, no para realizar las mismas funciones ni, mucho menos, para ser competidores o adversarios.
¿HAY SOLUCIÓN?
¿Cuál es entonces la solución para la actual violencia contra las mujeres? Ni la promiscuidad que propugna la revolución sexual, ni el enfrentamiento entre los sexos del feminismo, son de ninguna ayuda. El único remedio está en Cristo -tanto para los hombres como para las mujeres- y en una vuelta al modelo establecido por Dios en la creación y revelado en su Palabra: el matrimonio exclusivo y fiel entre un hombre y una mujer, para toda la vida, en el que el esposo “ame [...] a su mujer como a sí mismo y la mujer respete a su marido” (Ef. 5:32). No se trata, pues, de cambiar el orden natural establecido por Dios y revelado en la Biblia -el “patriarcado”-, sino a los hombres y las mujeres afectados por el pecado de nuestros primeros padres. Y esto lo hace el Evangelio. Nuestra mejor aportación como cristianos a la resolución de este problema -juntamente con nuestras oraciones y el empleo de todo otro medio legítimo a nuestro alcance- es el testimonio de Cristo y la predicación de su Palabra.
Una de las semillas más perniciosas que se hayan podido sembrar en la sociedad de nuestros días, y que está produciendo frutos tan amargos como el aumento de la violencia contra las mujeres, es el enfrentamiento entre los sexos (lo de “género” lo dejamos para usos gramaticales), y los evangélicos no deberíamos ser tan ingenuos como para adoptar el discurso feminista y atribuir al “patriarcado” la culpa de la violencia doméstica.
Notas
[1] Gn. 3:16
[2] Jn. 4:27; Lc. 7:36-50; 10:38-42; Jn. 8:1-11; Lc. 24:1-10
[3] Ef. 5:25-33; 1 P. 3:7
[4] Mt. 19:1-9
[5] Mt. 22:34-40; Mt. 5─7
[6] Mt. 19:6
[7] Gn. 2:18
[8] Mt. 10:2-4; 1 Ti. 2:12-14; 1 Co. 11:3, 7-12
[9] 1 Samuel 25:3; Hch. 19:26
[10] Gn. 1:27; Gá. 3:28
[11] 1 Co. 11:11-12
[12] Ap.12:9; 1 Jn. 5:19
[13] 2 Co. 2:11
[14] 1 Cor. 6:16
[15] Éx. 34:14; Dt. 32:16; etc.
[16] Pr. 6:34
[17] Nm. 5:11-31
[18] 1 P. 3:5-6
[19] Ef. 5:25-27
[20] 1 Co. 11:3
[21] Jn. 4:1-42; Lc. 10:39-42
[22] Lc. 8:1-3; 23:55
[23] Jn 20:11-18
[24] Romanos 16:7
[25] Mr. 7:11; Lc. 18:19
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