Un relato de Isabel Pavón con motivo del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.
He escrito el siguiente relato para este veinticinco de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Con cierta regularidad escribo sobre el maltrato basándome en la mala vida que los compañeros, esposos, novios o parejas dan a las mujeres. Esta vez, para mi historia, he elegido a otro personaje, el progenitor. Hay padres que, según ellos, las hijas que han engendrado, por ser mujeres, han nacido para servir, para servirles. Lo he escrito en primera persona para que, más que leer, se oigan las voces de estas mujeres que, además de sufrir, no logran desprenderse de la culpabilidad que sienten al verse libres.
Es diferente,
estar sobre un hombre
que estar bajo un hombre.
(Gloria Fuertes)
POR SER MUJER
Me pregunto a cuántas mujeres nos fueron moldeando poco a poco con el único fin de servir. Me pregunto a cuántas nos han ido grabando a fuego la idea de que nuestra existencia sólo tenía como fin atender a los varones. Cuántas de nosotras están siendo acosadas por negarse a seguir ese camino y, cansadas por los golpes de la vida, han decidido elegir el suyo propio. Cuántas son criticadas por su entorno al decir «basta ya, no nací para ofrecerme a tus caprichos, no nací para obedecer a tus razones. ¡No!».
Ahora que estoy ante el cuerpo sin vida de mi padre me doy cuenta de que soy libre de una vez por todas y para siempre. Nunca pensé que sentiría esto. Estaba tan unida a él, tan ciega, tan sumisa, que creía hacer lo que hacía de un modo voluntario. Sin embargo, siento rabia. Sé que me tuvo siempre atada a sus caprichos de cacique. Se me han abierto los ojos al ver que mis hermanos no han sufrido lo que yo. Ahora distingo entre la libertad que ellos han tenido y la que empiezo a saborear.
Al principio todo me parecía normal, pues nunca me faltó comida ni vestido. Hasta eso lo veía como un acto sublime de mi padre. Me mantenía. Pero, ¿era eso cariño? Yo fui engendrada con la única razón de servirle hasta el día de su muerte si es que nacía hembra.
Mi madre murió joven, yo tenía los catorce años recién cumplidos. Hasta entonces ella me protegía. A partir de ahí todo cambió. Pasé a ocupar un lugar de servidumbre dentro de mi propio hogar.
He cumplido con su propósito. He trabajado para él dentro y fuera de la casa. Su dinero era suyo y el mío, también. Decía que yo consumía lo que ganaba, que los gastos de la casa eran muchos, que si él salía a divertirse con sus amigos era porque lo necesitaba, que para eso era un hombre y que, a los hombres, no se les piden explicaciones. Decía que la mujer nace para el hogar.
Nunca tuve amigas duraderas. Las que quise tener fueron huyendo de mi situación. Unas circunstancias que yo les justificaba siempre: «Es mi padre, le debo obediencia y respeto». Todas se casaron a una edad temprana, o formaron parte de grupos de amigos y se divertían, salían los fines de semana, iban al cine, a bailar, al campo a comerse una tortilla, o simplemente a dar un paseo por el parque. Sin embargo, a mí la diversión me estaba prohibida. Tampoco llegó el amor a mi puerta a decirme «qué bonita cara tienes». Ahora lo sé. No era mi cara la que repelía, era el carácter de mi padre.
Me encuentro sola en el tanatorio, por eso escribo. Todos se han ido a almorzar, el hambre no perdona aunque la parca se haga presente. Y aquí estoy. Y aquí también está mi padre, como tantas veces, solos los dos. Un cristal nos separa. No se mueve. No puede moverse. Lloro sin parar, sin consuelo. Siento confusión e incomodidad. Me siento rara. Este alivio que nota mi alma no puede ser bueno, ¿o sí? Sea cual sea la respuesta, me siento culpable por dar cabida a estas emociones. Ni siquiera sé a quien le escribo, pero he sentido la fuerte necesidad de hacerlo, como si alguien estuviera esperando leerme. Quizá estas páginas son para mí misma, para que no olvide cómo me estoy sintiendo ante el cuerpo sin vida de mi padre, el hombre que he querido con locura a pesar de los pesares.
Mis hermanos han decidido que sus restos se incineren. También han decidido que sea yo la portadora de la urna. Les he dicho que sí, que no hay problema, que me los llevaré a casa y los pondré en un lugar visible. Pero he mentido. Los varones de mi familia nunca me han dejado tener ideas propias. Quisieron convencerme de que yo no había venido al mundo para razonar. Otros pensamientos comienzan a agolparse en mi cabeza. No sé qué me está pasando. Siento que la vida me entra a borbotones y me inunda el pecho, tanto que siento que puedo explotar de un momento a otro.
Termino ya. Guardo estos papeles. Desde la posición donde me encuentro observo que mis hermanos se acercan. Todavía no quiero que noten que se me ha despertado la libertad.
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