Pepelu se quejaba con frecuencia ante sus compañeros de lo chillona que resultaba ser la joven del despacho contiguo.
Una mañana de otoño en la que lucía un inesperado sol radiante y las hojas de los árboles danzaban alegres en las ramas, de tal modo, que parecían saludar a los viandantes, antes de precipitarse lentamente hacia el vacío con el fin de alfombrar la acera, en una de las oficinas de la empresa La Sublime, alguien compartía un chismorreo. Se trataba de Pepelu, que se quejaba con frecuencia ante sus compañeros de lo chillona que resultaba ser la joven del despacho contiguo, “la nueva”, la llamaba.
—Se pasa la mañana gritando, ¿es que no sabe modular la voz? y ¿habéis visto lo arreglada que viene?, parece que está de fiesta todas las mañanas.
Así se lamentaba una y otra vez mientras los demás le oían en silencio, más por respeto que por convicción. Porque a los demás no les molestaba un ápice cómo hablaba o cómo vestía la muchacha.
Un día que regresó con un café de más tomado durante el tiempo estipulado que le daban para desayunar la oyó, según él, gritar de nuevo, así que se armó de valor y fue a reñirle. Cuando ella le vio entrar se levantó mostrando su impresionante figura. Estaba morena. No, más bien podría decirse que estaba negra, aún parecía arrastrar todo el sol del verano sobre su piel. Su cabello ondulado, entre rubio y castaño reposaba sobre sus hombros con la misma confianza que un recién nacido reposa sobre los brazos de su madre. Como decía, la muchacha se había levantado de su silla giratoria y le regaló la más hermosa de sus sonrisas. Una hilera de dientes blanquísimos y regulares aparecieron entre sus jugosos labios pintados de rosa brillante, perfilados de marrón.
—¡A qué debo tan grato honor! ¡Lo mejor de la empresa viene a visitarme!, ¿qué tal te encuentras? Acércate y siéntate, ¿un caramelo de limón?
Él quedó completamente desarmado. Ahora le envolvía el perfume dulzón que usaba la muchacha. No pudo evitar que un pequeño temblor se le instalara en las manos y para que no se le notara se las metió en los bolsillos. Con voz apenas audible le dijo:
—No, gracias, no puedo entretenerme, otro día quizá. Sí, mejor otro día. Verás, vengo de parte de todo mi equipo sólo a decirte que, cuando oigas gritar a una compañera que anda por ahí suelta, le digas de nuestra parte que, por favor, baje la voz, que aquí al lado no podemos trabajar. ¡Ah!, y que se vista con modestia.
La sonrisa de ella no había menguado ni un ápice mientras oía su queja.
—Que no grite y que se vista con modestia, ¿verdad?
—Sí, eso es. Eso es.
—Lo haré, no te quepa la menor duda. Entiendo que estás demasiado ocupado para decírselo tú mismo, ¿no es así? –Y volvió a sonreír.
—Gracias, muchas gracias, ya me voy, sí, ya me voy, que tengas un buen día.
Antes de cerrar la puerta se volvió para echarle una última mirada. Ella continuaba impasible, sentada de nuevo en su silla, mirándole fijamente sin dejar de sonreír.
—Por cierto, me llamo Laura, no “la nueva”. Lo digo porque desde aquí se oyen ciertos comentarios provenientes de uno que anda suelto en un despacho de esta misma planta. Habla demasiado alto para mi gusto, yo diría que grita en vez de hablar. Y otra cosa más, Pepelu, te lo digo con toda confianza, hace tiempo que se te cayeron los dos botones de esta camisa. Veo conveniente que te los cosas enseguida, no vaya a ser que la gente empiece a criticarte por tu burda manera de vestir. La Sublime necesita que demos buena imagen.
Antes de regresar a su despacho, Pepelu pasó por el baño para refrescarse la cara con abundante agua. Tras hacer esto, entró en su oficina y cerró dando tal portazo que estremeció a todo ser viviente congregado en el edificio. Posiblemente fuera por los nervios, posiblemente no. Llenó de aire sus pulmones y dijo a sus compañeros muy bajito, casi empujando las palabras:
—Listo. Ya se lo he dicho. No podía aguantar más. He dado la cara por todos nosotros, que conste, y le he cantado las cuarenta. Casi llora de la reprimenda que se ha llevado la señoritinga. Esa no vuelve a gritar en su vida, ya veréis cómo mañana viene vestida con sencillez.
Sus compañeros le miraron, le oyeron y, como siempre, pasaron de él sin pronunciar una sola palabra al respecto.
Habían pasado varias horas y el temblor de las manos seguía acompañándole. No conseguía borrarse del pensamiento aquella bella figura con su deliciosa sonrisa.
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