Una vez más Dios me dio una lección de humildad. Me mostró que el exterior no define a la persona y aunque es una lección que ya debía tener más que aprendida, mi naturaleza humana me sigue llevando a tomarme la libertad de prejuzgar.
No sé si os ha pasado alguna vez, a mí me ha ocurrido en más de una ocasión.
Suelo comprar esas latas pequeñas de conservas que vienen en packs de tres, generalmente son: de atún, calamares en su tinta, mejillones en escabeche o pimiento morrón. Cuando están las tres en su envoltorio no hay problema, pero cuando sólo queda una latita yo suelo tirar el molesto cartón donde vienen embaladas y las dejo en la despensa desprovistas de identidad, se quedan ahí junto a otras latas que tampoco tienen envoltorio y entre ellas retozan creando un juego de despiste.
Así que un día cualquiera, después de preparada mi ensalada voy a la despensa a coger una lata de atún y me encuentro con tres latas del mismo color desconociendo lo que contienen. Pito, pito, gorgorito… en un plis plas me la juego y confiadamente cojo una creyendo que es la portadora del ingrediente que me falta y ¡Sorpresa! Es justo la lata que contiene mejillones en escabeche. De nuevo cojo otra y la agito creyendo que con mi poca agudeza auditiva voy a adivinar su contenido y ¡Voalá! Efectivamente es atún, ¡Qué contenta se va a poner mi ensalada!
No les quiero hablar de mi torpeza a la hora de organizar la despensa, quiero hablaros de otra torpeza mía, la que a menudo me abraza haciéndome inepta para ver más allá de dónde pueden alcanzar mis ojos. Os lo explico.
El barrendero de mi barrio es un tipo peculiar, su aspecto es una mezcla de Camarón de la Isla y cantante de heavy metal. Es cierto que cada mañana cuando le doy los buenos días me devuelve cordialmente el saludo, sin embargo, inconscientemente me había hecho una idea equivocada de cómo podía ser ese hombre que cada día mantiene a raya la limpieza de mi barrio.
Una tarde tomaba café con una amiga y pasó él, el barrendero, da la casualidad; bueno nada es casual, que mi amiga lo conoce porque estudió con él. Se saludaron, charlaron un poco y tras su marcha ella comenzó a describirme a ese hombre con el que compartió años de instituto.
Lo describió como un compañero ejemplar, amante de la naturaleza, con unos valores morales que rayaban lo inusual. Un hombre solidario, capaz de verter en los demás confianza. Prudente y amigo. Confidente y respetuoso.
Tras su descripción confesé mi asombro, pues nunca imaginé que tras ese aspecto un tanto macarra podría existir un hombre con las cualidades que se me estaban relatando.
Una vez más Dios me dio una lección de humildad. Me mostró que el exterior no define a la persona y aunque es una lección que ya debía tener más que aprendida, mi naturaleza humana me sigue llevando a tomarme la libertad de prejuzgar sin conocimiento, a crearme una imagen completa basándome en algunos trazos.
El barrendero de mi barrio es una lata de atún que no tenía envoltorio y que yo juzgue apresuradamente creyendo que poseía otro contenido.
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