Copleston dice a Russell que si cree en la experiencia de enamorarse o de apreciar la poesía y el arte, con qué derecho niega la posibilidad de la experiencia religiosa personal.
En su colección Campo de Agramante, la Editorial Alcor, en Barcelona, publicó un interesante libro sobre el tema de Dios y la religión en la obra que Bertrand Russell. Extraños tiempos éstos que estamos viviendo. Los sin Dios nos dicen a diario que el ateísmo ha dejado de constituir un fenómeno de élite y en nuestros días se está convirtiendo en un movimiento de masas. Si esto fuera cierto, ¿por qué se publican, se venden y se leen tantos libros en torno a Dios y al tema religioso en general? Si Dios no existe, ¿qué sentido tiene ocuparse tanto de Él? Si las creencias religiosas son racionalmente indefendibles, si es verdad que la religión pertenece a la infancia de la razón humana, ¿por qué las obras de temas religiosos invaden los escaparates de las librerías en todos los países y se imponen en el mercado internacional del libro? Puede que la respuesta a estas contradicciones esté en la definición que el filósofo francés Jacques Maritain, creyente, hace del ateo: “Hay pseudo-ateistas que creen que no creen en Dios, pero en realidad inconscientemente creen en Él, porque el Dios cuya existencia niegan no es Dios, sino cualquier cosa”.
Bertrand Russell nació en Trellek, Inglaterra, el 18 de mayo de 1872. Murió el 3 de febrero de 1970 en el País de Gales a la edad de 97 años. En 1950 se le concedió el Premio Nobel de Literatura. Tenía 80 años cuando contrajo matrimonio por cuarta vez. La filosofía de Russell fue definida por un entusiasta colaborador suyo, P. Edwards, como “la más impresionante presentación del librepensador desde los tiempos de Hume y Voltaire”. Teófilo Urdanoz agrega por su cuenta, sin que por mi parte esté de acuerdo con tal afirmación: “Cabe extender el parangón a Nietzsche, por su inmoralismo y subversión de todos los valores éticos, a su coetáneo Sartre, por la exaltación de una libertad sin freno, y a muchos filósofos ateos”.
¿Fue realmente ateo Russell? A eso vamos. A diferencia de otros filósofos, Russell se ocupó ampliamente del tema religioso tratándolo en conferencias y en debates públicos y dedicándole libros completos. El tomo que he citado de la Editorial Alcor recoge, en 409 páginas, casi todo o todo lo que el filósofo inglés escribió sobre Dios, la religión, la fe y otras materias teológicas. Entre estos escritos figura el texto completo de un debate sobre la existencia de Dios que Russell mantuvo en 1948 en un programa de la televisión británica con el eminente filósofo católico F. C. Copleston.
Cuando Copleston pregunta a Russell si su posición es la del agnóstico o la del ateo, Russell responde categóricamente: “Mi posición es la del agnóstico”. Pero la respuesta es una trampa. O falta de sinceridad. Aunque Russell diga que “para efectos prácticos ambas posiciones son lo mismo”, hay diferencia, existe desigualdad entre agnosticismo y ateísmo. Un ateo y un agnóstico parten de proposiciones distintas y llegan a conclusiones discordantes. El ateo niega rotundamente la existencia de Dios. Es más: el ateo puro jamás piensa en Dios. Ni siquiera para negarlo. El agnóstico, por su parte, no va tan lejos. Declara que el entendimiento humano no tiene acceso a la noción de lo absoluto, que la existencia y la naturaleza de Dios son caminos imposibles de recorrer por la razón del hombre; pero el agnóstico no niega a Dios. La increencia de Russell no es tan firme ni tan contundente. El filósofo de Premio Nobel sabría que ser ateo en el sentido pleno y puro del término requiere una dosis de fe infinitamente mayor que la necesaria para aceptar las verdades que el ateísmo niega.
Cuando ambos filósofos discurren sobre la existencia de Dios, el debate se enciende y cobra proporciones fantásticas. Copleston argumenta que, si Dios no existiera, los seres humanos no tendrían otro fin más que el elegido por ellos mismos. Esto no hay filósofo en el mundo que sea capaz de negarlo. Además, si no existe un Ser absoluto tampoco puede haber valores absolutos. Russell dice estar de acuerdo en términos generales con esta afirmación. ¡Es natural! Ninguna mente, por muy privilegiada que sea puede contradecir tan elemental equilibrio.
Si no existe el Bien absoluto, que es Dios, el resultado es la relatividad de los valores humanos, el vacío, el desencanto de la vida y de las cosas, como en la famosa poesía que T. S. Eliot escribió para subrayar la desesperación del ser humano y que tituló Los hombres vacíos. “No tenemos nada en el vientre, estamos henchidos de serrín, inclinados los unos sobre los otros con la cabeza llena de paja. ¡Ay! Cuando murmuramos juntos, nuestras secas voces son dulces y carentes de sentido, como viento entre la hierba seca, o las ratas que corretean entre restos de vidrio en nuestras estériles cuevas”.
Un nuevo argumento de Copleston a favor de la realidad de Dios es el hecho de la existencia misma del ser humano. Russell no sabe cómo responder y dice que este razonamiento plantea un sinfín de cuestiones y no resulta nada fácil saber por dónde empezar. ¡Está claro! No resulta fácil para quienes se empeñan en reducir la fe a cálculos matemáticos y a elucubraciones cerebrales. Pero Copleston insiste: yo dependo de mis padres, del aire, de los alimentos. “Si continuamos en ese sentido hasta lo infinito, no tendremos ninguna explicación de la existencia. Por ello, a fin de explicar la existencia, debemos llegar a un Ser que contiene en sí mismo la razón de su existencia, al que no es aplicable la alternativa de no existir”.
¡Formidable, irrebatible, contundente! ¿Qué quiere el ateísmo? ¿Convertirnos en eslabones perdidos en la gran cadena de la Historia, girando sobre nosotros mismos sin encontrarnos jamás, sin ser capaces de explicarnos ni de explicar cómo fue nuestro origen, qué o quién nos creó animales racionales y espirituales? Si no existe el Dios-causa nos situamos en un orden catastrófico, sin atmósfera primera ni última, con la muerte como fórmula final, sin resurrección ni supervivencia.
Prisionero en sus propios argumentos Russell baja por un momento la guardia en el debate y confiesa: “No sostengo de una manera dogmática que no existe Dios. Lo que sostengo es que no sabemos que exista”.
No lo sabría él, porque jamás llegó a experimentar la gracia de la fe. A Russell, como a casi todos los intelectuales que no creen en Dios, les falta la mínima honradez para admitir que el hecho de que ellos no sientan a Dios no les da derecho a negar las vivencias espirituales de los creyentes. En mi libro Mente y Espíritu cuento el caso del escritor francés André Frossard, todavía vivo y en activo, quien al convertirse del ateísmo a la fe escribió una obra titulada “Dios existe, yo lo encontré”. Russell no sabía que existe Dios porque no lo buscó y tampoco lo encontró. Frossard si sabe que existe, porque lo encontró casi sin buscarlo.
Copleston dice a Russell que si cree en la experiencia de enamorarse o de apreciar la poesía y el arte, con qué derecho niega la posibilidad de la experiencia religiosa personal.
Es el argumento definitivo e irrebatible contra todos aquellos que dudan o niegan la existencia de Dios: “Yo era ciego y ahora veo”. La razón topa con el sentimiento. Dios existe porque lo siento, lo vivo, sus movimientos se desarrollan en mí, su fuego me quema, su palabra me habla, su amor me arrebata, su presencia me da seguridad, en su altura desciende a mi insignificancia, cuando estoy perdido me encuentra, cuando enloquezco me devuelve la razón, cuando me siento hundido me rescata del polvo y me eleva a alturas de felicidad. Por eso sé que existe.
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