A trabajar sin tregua ni descanso en pro de la libertad de conciencia que es la vida de nuestra vida y será, cuando implantada se halle en nuestras leyes y en nuestras costumbres, la única garantía posible de una España culta, grande y progresiva.
Lo he explicado en mis dos últimos artículos. El 11 de marzo de 1910 líderes evangélicos organizaron un acto a favor de la libertad religiosa en el teatro Barbieri, de Madrid. Reinaba entonces en España Alfonso XIII y era presidente del gobierno José Canalejas.
En aquél teatro se pronunciaron tres importantes discursos. Ya he ofrecido a los lectores de Protestante Digital los de Francisco Oviedo y Adolfo Araujo. El tercero y último en hablar fue el pastor Agustín Arenales, sacerdote católico convertido a la fe evangélica. Esto fue lo que dijo:
“Señoras, señores: gracias por vuestros cariñosos aplausos, que estimo en todo lo mucho que valen y significan; pero permitidme que no los acepte; no vuestros aplausos, sino ante todo y sobre todo, vuestro perdón es el que necesito.
No vengo a hacer un discurso; vengo más bien a realizar un acto de justicia que de consuno reclaman imperiosamente mi conciencia apesadumbrada y el honor de la causa santa que aquí nos congrega. No veáis, pues, en mí al orador que esparce ideas: ved sólo en el que ahora os habla al reo que, consciente de su delito, se presenta ante vosotros para confesar la historia negra de un pasado indigno, para ofrecer, de presente, actos de justa reparación y desagravio, que, realizados en el porvenir, le merezcan de algún modo un generoso olvido, un amplio perdón.
Procedo, señores, del campo reaccionario. Allí, por largos años, milité, no ya como soldado de fila únicamente, sino como cabecilla faccioso de la maldita causa católica. Allí, imbuido en las falsas ideas del dogma papal, fanatizado por el ambiente pietista y cediendo a imposiciones de la teocracia que representaba y defendía en la parroquia que me asignaran, cometí verdaderos horrores. Con saña cruel arremetí contra todos los que no profesaban mi fe, violenté bárbaramente muchas conciencias y muchos e inauditos atropellos cometí, cuyas consecuencias aún no habrán cesado de lamentar y sufrir las no pocas víctimas de mi funesta gestión.
Y cuando, al correr del tiempo y en rudo choque con la realidad, gran maestra de la vida, la luz del desengaño penetró en mi espíritu y me hizo ver bien claramente el abismo de miseria a que mi celo ¡piadoso! me condujera y el inmenso error de las doctrinas que lo inspiraba, y un vigoroso impulso de la conciencia arrepentida me hizo romper para siempre, para siempre, sí, las duras amarras que me sujetaban al tiránico yugo de Roma, ¿qué menos había yo de hacer, que buscar, ansioso, ocasiones de reparar el mal causado y poner a contribución todos mis pobres esfuerzos para realizar la obra justiciera de vindicación y desagravio que de mi exigía, sin demora ni vacilaciones, la dignidad humana y la santa libertad de conciencia, por mi tan villanamente escarnecida?
Por eso, cuando delante de mí se presentaba esta feliz y solemne oportunidad, ¿qué menos podía y debía yo hacer, que venir aquí y, aun a trueque de molestar, con mi torpe lengua, vuestra atención, confesar mis culpas de ayer, mis propósitos de hoy y mis actos a realizar mañana para poner, en la medida de lo posible, las cosas en su lugar?
Y a esto vengo, y así digo a todos en estos solemnes momentos, con la mano puesta sobre mi conciencia, sin alardes de ningún género, con toda sinceridad: amantes de la libertad, si algún día la causa sacrosanta que defendéis y que en tan serio peligro se halla necesita víctimas, demanda sacrificios, pide vidas, aquí está la mía, que la ofrezco desde luego sin reservas y por entero en aras de la libertad, por mí tantas veces ofendida. Pobre es la ofrenda, ya lo sé, pero sincera. Ofrenden otros sus plumas brillantes, su palabra autorizada, sus talentos peregrinos. Yo, lo poco que tengo, doy, mi existencia, que desde ahora consagro a la defensa de la libertad, mi persona, mi vida toda, que ya no es mía desde hoy, que queda hipotecada desde este momento en favor de tan noble causa.
(Grandes aplausos)
Y hecha esta manifestación, en descargo de mi conciencia, debiera yo enmudecer y abandonar ya esta tribuna que indignamente ocupo. Pero, honrado con la misión que me imponen mis compañeros, tengo que deciros por la fuerza algo y allá van, mal hilvanadas, unas cuantas ideas.
Venimos, señores, a abogar por la amplia libertad de conciencia, a ver de reclamar sin más aplazamientos de los altos poderes constituidos la libertad de cultos, que es ya un derecho consagrado en todas las legislaciones europeas y es un hecho encarnado ya también en las costumbres y en la vida de los pueblos modernos. Y ¿es justa, razonable y oportuna tal petición? Esto equivaldría, señores, a preguntar si es justo, razonable y oportuno al hambriento pedir pan que llevar a su boca. Porque la libertad de cultos es no sólo un derecho indiscutible; es una necesidad apremiante.
Para los que, como yo, creéis en Dios, la libertad es un don que del cielo ha bajado y al que no podemos renunciar, porque por él somos, como debemos ser, en todo momento responsables de nuestros actos. Para los que en Dios no creáis, la libertad es algo consustancial a la humana naturaleza, que la hace consciente, digna y noble, y para todos la libertad es condición esencial de la vida, sin la cual no se concebiría el vivir honroso y elevado. Por eso hasta los católicos, los eternos enemigos de la libertad en los demás, no saben, no pueden, no quieren vivir sin ella. Y de aquí el conocido argumento del célebre P. Lacordaire: “Si queréis la libertad para vosotros, ¿por qué no la queréis para todos los hombres? Dadla vosotros donde seáis señores, a fin de que se os conceda donde seáis esclavos…”.
Pero el clericalismo no entiende de lógicas y se obstina en negarnos lo que él tanto ama para sí. Y ¿por qué? Pasemos, señores, ligera revista a las razones que alega para atacar la libertad de cultos, y a su sola enunciación veréis su futilidad e insubsistencia.
“Yo soy la verdad”, dice muy ufano el catolicismo, “y como la verdad es de suyo intransigente con el error, no puedo admitir a mi lado otras creencias, otras ideas”. Mucho decir es esto a la hora de ahora, en que la ciencia, el Evangelio y hasta el simple sentido común han descubierto en el credo católico más mentiras que artículos.
(Risas).
Pero vamos a conceder por un momento, sólo por un momento y en hipótesis, que el catolicismo es la verdad. Entonces, ¿por qué teme la libertad? ¿Por la difusión del error? El sol no teme nunca a las nubes que se interponen en el horizonte, porque sus rayos esplendorosos vienen siempre a disiparlas por fin, y la verdad triunfará también siempre sobre el error. Por eso la verdad desea ver al error de frente, sin trabas, para así mejor destruirlo. ¿Por qué dice el libro que los mismos católicos tienen que aceptar como divino que “conviene que haya herejías”? Por eso, para que la verdad las combata y su victoria sea más completa. Y así el gran Giner de los Ríos pudo decir con toda razón que “el conocimiento y la difusión de la verdad sólo se logra mediante la lucha continua con el error, el cual es así fuente de enseñanza”.
Ah, señores, si no hubiera otras pruebas de la falsedad del dogma católico, bastaría su enemistad contra la libertad, la intolerancia con que tanto se halla encariñado; con su incontrastable lógica podríamos decir a la iglesia de Roma: “¿Eres intolerante? Luego no eres la verdad”. Sólo los cojos necesitan de muletas para andar. Sólo la mentira necesita de la intolerancia para sostenerse.
(Aplausos).
Dícennos también los católicos que “la libertad de cultos engendraría el desorden, turbaría la paz de las familias, traería al seno de la sociedad la completa anarquía”. ¡Todo lo contrario! Si algún día la patria ha de llegar a su tan deseado equilibrio, si podemos esperar que entre nosotros haya paz, orden y bienestar, será sólo cuando sea un hecho la libertad amplia del espíritu. Si hasta el reaccionario Maura lo ha dicho: “La paz es el convencimiento que cada ciudadano tiene de que su derecho será respetado y que nunca ajenas imposiciones lo vulnerarán”. ¿Que se puede abusar de esta libertad? ¿Quién lo duda? Pero, ¿de cuándo acá es lícita la proscripción del uso por el abuso? Nunca los imaginables abusos de la libertad serán tan fatales como lo fue siempre el simple uso de la intolerancia.
¿Necesitaré yo repetir lo que se ha dicho tan elocuentemente por mis queridos compañeros sobre los infinitos atropellos causados por la fanática intolerancia religiosa? ¿Habré yo de desdoblar de nuevo las páginas de la historia de la iglesia de Roma, chorreando todas ellas sangre? ¿Hablaré de las guerras religiosas, de la bárbara epopeya de las Cruzadas, de los once siglos de Inquisición, con sus nueve millones de víctimas? ¡Ah!, ¿y creeréis que la historia os lo dice todo? ¡No, señores, hay mucho que no está escrito; hay muchos crímenes que sólo los conocen los que de ellos han sido víctimas cruentas o incruentas; hay todavía muchos más que ni los mismos que los sufren se dan de ello cuenta!
¡Ah, señores! Si me fuese dado llevaros de la mano a muchos hogares y sorprender allí el secreto de tantos dolores, de tantas torturas, como el fanatismo religioso intolerante causa a todas horas en el seno de las familias; si pudiera inventarse una máquina radiográfica tan potente y precisa que reflejase los estados del corazón, esclavo de la intolerancia religiosa y los infinitos sufrimientos de un alma perseguida por la intransigente dogmática y moral católica; si, en fin, todas las Casandras que en el mundo existen, pudieran y quisieran desatar el nudo que oprime sus gargantas y, dando rienda suelta a las quejas comprimidas por un obligado convencionalismo, expresaran sus agravios en toda sinceridad y verdad, ¡cuántos puñales se blandirían en el aire a un tiempo mismo, para hundirse hasta el pomo en las entrañas de esa hidra asoladora de la tierra, que se llama iglesia de Roma, y que parece no tener otra misión que la de perturbar conciencias, estrujar corazones y convertir el suelo que pisamos en un inmenso mar de lágrimas y sangre..!
(Grandes aplausos).
Dicen luego los católicos que la libertad de cultos “ofendería los sentimientos religiosos de ellos, que son la inmensa mayoría en España”. Señores, ¡que absurdo! ¿Puede haber cosa más inofensiva que la libertad? La libertad, que es justicia, que es equidad, que es el respeto por igual a las creencias de todos, ¿podrá lastimar a nadie? Pero el argumento, si bien se considera, se vuelve contra los mismos que lo invocan. Porque si los católicos se sienten ofendidos al verse equiparados en derechos con los demás, ¿cuánto no se deberán ofender ahora los no católicos al mirarse injustamente rebajados por una tolerancia mezquina, por una inferioridad tan evidente? Si el estado del derecho hiere a aquellos, ¿cuánto no herirá a éstos el estado de privilegio?
Merece la pena pensar en serio el argumento.
En cuanto a la tan decantada mayoría, pónganse antes los señores católicos de acuerdo entre sí, porque no parecen estar muy seguros de ser los más, a juzgar por las recientes declaraciones de don Severino Aznar, de El Correo Español y las de El Noticiero Extremeño, tan felizmente comentadas en El País por mi admirado amigo, el ilustre Sr. Ferrándiz. Aparte de que en cuestión tan seria y delicada como la de los humanos derechos no me parece tenga que desempeñar papel alguno la estadística.
Y por lo que toca al temor que abrigan de que con la libertad de cultos peligran los templos, las imágenes y el respeto a las ceremonias del complicado ritualismo, pretextos que los curas y los frailes explotan a mansalva para embaucar inocentes, no se apure nadie de los devotos, que la libertad de cultos no tiene por qué meterse para nada con esos objetos tan queridos para ellos. Habrá que decirles, parodiando la frase de Desmoulins: “Ni un solo Aleluya de los innumerables que contiene vuestro misal se suprimirá con la libertad de cultos”. A lo sumo, lo que podría suceder es que la libertad, que es la luz para los ciegos, les abriría a muchos los ojos, verían las cosas como son y no como se quiere que sean y los ídolos caerían por su propio peso. Pero esto no es imputable a la libertad de cultos, ni por ello se podrá nadie quejar.
Para terminar, ahora se ha dado en alegar un argumento en contra de la libertad religiosa, que pudiera llamarse de última novedad: “Más pan y menos derechos”, y se habla con insistente empeño de reformas sociales urgentes, con las cuales se pretende escamotear la cuestión clerical, relegándola a muy secundario término. ¡Ah, señores! Si mi voz no fuese tan desautorizada, yo la esforzaría en estos instantes y dirigiéndome al pueblo le diría: “No te dejes engañar con esos cantos de sirena. No puede haber pan donde no existen derechos; ni aunque lo hubiera, podría aprovechar, porque sería pan comido a costa de la dignidad de hombres libres, al precio de vergonzosas abdicaciones de conciencia”.
Porque, nadie lo dude, señores: si algún día llegasen esas reformas sociales, tan anunciadas, que no llegarán, y no se hubiese resuelto el gran problema, el problema religioso, ¿de qué servirían? Para los no católicos, de nada. Ellas beneficiarían sólo a los que comulgan y llevan escapularios o medallas al cuello o hacen genuflexiones ante los jesuitas de capa larga o de capa corta. Sucedería con las reformas sociales lo que ahora sucede con el trabajo, los empleos y las limosnas; que el clericalismo repartiría las mercedes a quien y como quisiera.
No y mil veces no, pueblo español; primero es vivir, que vivir bien o mal; primero es que se nos ponga en posesión de nuestros derechos y una vez con nuestro derecho asegurado, lograremos el pan que nos corresponde en justicia.
(Aplausos).
Termino, pues, alentándoos a la lucha por la conquista de la preciada libertad de cultos, que es la libertad plena. Nada de tolerancia. “Nadie será molestado por sus opiniones religiosas”, dice el vergonzante inciso del art. 11 de la Constitución. No es eso, señores. Nosotros no sólo tenemos derecho a que no se nos moleste, sino a ser positivamente respetados en la manifestación de nuestras creencias, al igual que los católicos, sean o no los más.
Luchemos, sí, por la santa libertad. Los protestantes ya están en pie y lucharán hasta el morir, si es preciso, porque nada les arredra. No al hambre, porque ya la conocen, ni el destierro, que por él han pasado con entereza de héroes muchos de nuestros venerables pastores; ni la cárcel, dentro de cuyos muros han sido ignominiosamente aherrojados varios hermanos nuestros; ni la persecución mansa o fiera con que se quiera afligirnos. A todo estamos ya acostumbrados y nada nos atemorizará en esta lucha noble que emprendemos en defensa de nuestros sacrosantos derechos. Y todos unidos, señores, a pelear con denuedo. Todos, sí, las izquierdas con nosotros o nosotros con las izquierdas, es lo mismo, todos unidos, aunque autónomos, a trabajar sin tregua ni descanso en pro de la libertad de conciencia que es la vida de nuestra vida y será, cuando implantada se halle en nuestras leyes y en nuestras costumbres, la única garantía posible de una España culta, grande y progresiva. He dicho.
(Muchos aplausos).
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