El maltrato historiográfico a los protestantes en España es una inmensa injusticia histórica llena de tópicos indignos e indocumentados que llegan hasta la reciente pseudohistoriadora María Elvira “Caspa” Roca.
El protestantismo español siempre ha tenido una suerte aciaga con los historiadores. De manera lamentable, pero innegable, en términos generales, los historiadores españoles en un porcentaje elevadísimo han sido simples correas de transmisión de la política.
Para la derecha –que, tradicionalmente, ha sido católica– el protestantismo era un segmento de la Historia que debía extirparse porque era la herejía o, como señalaron los obispos en un documento dirigido al Vaticano “la peste evangélica”.
Que aquellos a los que se había perseguido, exterminado –salvo que lograran exiliarse– y quemado en efigie, libros y persona aparecieran en los libros de Historia era impensable. Como mucho, podían ser infamados como “heterodoxos” contrarios a la supuesta esencia española como hizo Menéndez Pelayo en una obra no por erudita menos tendenciosa y deplorable.
Es cierto que con el Vaticano II, los protestantes pasaron a ser formalmente “hermanos separados”, pero esa circunstancia no impidió que siguiera tratándoselos de manera bochornosa.
El cuadro –reconózcase- es para llorar, pero, dicho sea de paso, no era mejor por la izquierda.
No siempre fue esa izquierda marxista –aunque el peso del marxismo ha sido históricamente agobiante pero, por regla general, nada quería saber de un cristianismo que ni siquiera era el oficial.
He defendido -y creo que sustentado con multitud de datos– que una de las grandes desgracias de la izquierda española es que, en términos generales, no ha sido más que un retrato en negativo de la iglesia católica. Dentro del duelo de las tres grandes iglesias por el destino de España – la tercera es la masonería – la izquierda tampoco tenía mucho deseo de indicar que existía una alternativa espiritual al catolicismo. La única alternativa era ella y punto. De hecho, los que tenemos cierta edad sabemos que igual que la Iglesia – con mayúscula – es sólo la católica para millones de españoles; el Partido – también con mayúsculas – durante décadas sólo fue el PCE.
A decir verdad, el protestantismo español ni siquiera tuvo la suerte de ser como el islam o el judaísmo lugar de estudio de las facultades de semíticas. Entre la lucha contra el antisemitismo y la financiación de naciones islámicas, los musulmanes y los judíos hispanos han ido recuperando, en mayor o menor medida, un lugar en la Historia de España. Incluso se puede decir que ese nicho es no pocas veces un coto idealizado y nadie puede discutir sus construcciones, aunque sean ficticias, sin ser tachado de antisemita o de islamófobo. No es, desde luego, el caso del protestantismo. No lo es y en ese maltrato historiográfico se encuentra implicada una inmensa injusticia histórica.
Lo es, en primer lugar, porque nuestras figuras históricas son más conocidas fuera que dentro de España. Pregúntese en el continente americano quiénes eran Reina y Valera y, al menos, saben que son los traductores de la Biblia más extendida, popular y publicada en español. Pregúntese en España y encontrará un arqueamiento de cejas o un encogimiento de hombros.
Pregúntese en Italia por Juan de Valdés y se encontrará que sobre él escribieron hasta algunos de los grandes escritores de izquierdas fascinados porque sus últimas obras se redactaran en territorio y lengua italianos. Pregúntese en España y a lo mejor alguno se acuerda de que es el nombre del colegio al que lleva a los niños. Podría seguir citando a personajes como a Alfonso de Valdés –el más que probable autor de El lazarillo de Tormes- Blanco White –uno de los grandes del liberalismo español o Francisco de Enzinas. Por regla general, son penosamente desconocidos.
Es injusto porque, por añadidura, estamos hablando de personajes de primer orden que realizaron aportes no menos importantes y mucho más universales que sus equivalentes judíos, musulmanes y católicos. ¿Acaso se puede comparar alguno de los sufíes españoles, el judío Maimónides o la misma Teresa de Jesús al influjo de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera en latitud y tiempo? ¿Acaso ha tenido España algún catedrático en Cambridge aparte de Enzinas? ¿Acaso alguno de los autores españoles ha escrito en dos lenguas universales – no entro en las regionales de por si limitadísimas – como lo hizo Juan de Valdés o los eruditos que podían utilizar la lengua latina con la misma altura que la de Cervantes?
Finalmente, es injusto porque abre la puerta a la continuación de los tópicos indignos, injustos e indocumentados que se prolongan durante siglos. Es el caso reciente de esa licenciada en filología con ínfulas de historiadora que es María Elvira “Caspa” Roca.
Esta lamentable aprendiz de propagandista, enferma de un afán de protagonismo que la ha llevado a pedir en la prensa que le encomiende el guión de una película, ha vuelto a lanzar el cieno y la mentira en cantidades industriales sobre el protestantismo.
Incluso –en una calumnia sin base– ha repetido que la Leyenda negra es un invento protestante, algo imposible siquiera porque los primeros que cargaron contra España fueron los italianos hartos de las trapacerías de los mercaderes catalanes del siglo XV y porque fray Bartolomé de las Casas no era protestante sino dominico. Da igual. El objetivo es injuriar y continuar propalando mentiras en una España herida por la política actual. En ese contexto, los protestantes son el chivo expiatorio perfecto.
En medio de esos marcos –el antiguo y el nuevo- el libro Galicia insumisa de Evangelina Sierra es un magnífico logro historiográfico y un auténtico soplo de aire fresco frente a tanta miseria moral y a tanta ignorancia de siglos con escasas excepciones.
Magnífica conocedora de las fuentes, Evangelina Sierra va dibujando ese segundo período del protestantismo español –el que comenzó con los imperfectos regímenes liberales y llegó hasta la proclamación de la Segunda república– en el que sus fieles eran objeto de un acoso constante, vil e incluso criminal a pesar de lo cual no sólo sobrevivieron sino que rindieron servicios extraordinarios a la nación y, sobre todo, no dejaron de ser testigos del Evangelio.
Que la iglesia católica aprovechó la obediencia de sus fieles para hacer la vida imposible a los protestantes españoles está más que documentado. El autor de estas líneas reprodujo incluso en su Historia secreta de la iglesia católica en España un documento de los obispos españoles a la Santa Sede describiendo los términos de esa persecución no por velada menos contundente.
Aquellos pobres protestantes se veían negados lugares para reunirse, reposos para sus fallecidos, sosiego para cantar sus himnos… No faltaban tampoco los casos en los que, aprovechándose de la influencia sobre las autoridades, se detuvo a pobres mujeres encerrándolas en mazmorras donde un sacerdote las insultaba para intentar infructuosamente que apostataran.
En medio de esa hostilidad general que en Galicia incluso se vio más acentuada si cabe dado el carácter predominantemente rural y clerical de la sociedad, aquellos grupos reducidos mostraron un valor, una integridad y una fortaleza admirables. En ningún momento, se percibe un rencor, un resentimiento o una amargura que hubieran resultado más que naturales sino sólo un afán indomable por predicar a Cristo.
Aferrados a su fe en el Señor, aquellos protestantes abrieron centros educativos donde la iglesia católica no se había molestado en hacerlo durante siglos, distribuyeron la Biblia hasta los rincones más perdidos de la geografía e incluso articularon un sistema de ayuda social precursor de cualquier intento estatal. Podrían ser acosados, insultados, perseguidos, pero procuraban ayudar a los enfermos, socorrer a las viudas y a los huérfanos, difundir la Palabra de Dios contra viento y marea.
Todo ello en medio de una moralidad que provoca sonrojo al compararla con la corriente en nuestros días. Basta examinar –como lo ha hecho Evangelina Sierra– los libros de actas de aquellas comunidades para ver que la retirada de la Cena del Señor –sí, se aplicaba la disciplina evangélica en aquella época– iba vinculada a razones como no guardar el día del Señor o contraer matrimonio con un no-creyente. Simplemente, cualquier otra conducta condenable era impensable y quizá no sorprende porque ser cristiano evangélico no era un negocio para nadie ni implicaba la promesa de supuestas prosperidades sino que constituía, de manera esencial, el seguir a Jesús cada día llevando la propia cruz.
El libro de Evangelina Sierra –dotado de un soporte documental realmente extraordinario– constituye un indispensable instrumento para conocer, aunque sea en el límite geográfico de su Galicia, la pasta de la que estaba hecho ese protestantismo de segunda oleada, gran familia de discípulos de Jesús dispuestos a todo con tal de serle fieles hasta el final.
Dice la carta a los Hebreos que hay períodos de la Historia en que los siervos de Dios son objeto de un maltrato tan cruel e injusto que queda de manifiesto que la sociedad en que vivían no era digna de ellos (Hebreos 11: 37-39). De aquellos protestantes no era, ciertamente, digna una España que fue incapaz de asentar sistemas realmente liberales, que sufrió el enfrentamiento sectario y violento de las tres iglesias rivales – católica, masonería e izquierda – y que acabó enfrentándose con las armas en la mano por la sencilla razón de que fracasó a la hora de crear un proyecto de convivencia en libertad, en paz y en justicia.
Sólo hay una objeción que poner a este libro y –lo reconozco– es totalmente subjetiva. Me refiero al hecho de que concluya en 1931. A pesar de que no es una obra breve, se queda el lector con ganas de saber más y de ver cómo continua la Historia. Sin embargo, por mucho que le duela al que escribe estas líneas, es comprensible que así sea. En realidad, en 1931 concluyó todo un período de la Historia de España de manera formal.
En los años siguientes, quedaría de manifiesto que, a fin de cuentas, el alma de un pueblo no cambia porque cambie la forma de estado. Lo que sucedió después es la continuación de la Historia tan magníficamente relatada por Evangelina Sierra y, a la vez, otra diferente que Dios quiera que pueda encontrar también en ella fiel narradora.
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