La aplicación radical y absoluta de la ley no puede sustituir al mandamiento de amar al prójimo.
Existe una lectura del relato de la mujer sorprendida en adulterio de Juan 8:1-7 que resulta muy pertinente para estos días. Si lo observamos desde el punto de vista de la enseñanza de Jesús en Mateo 22:34-40 de que el primer mandamiento es amar a Dios y el segundo amar al prójimo como a ti mismo, el pasaje cobra un sentido diferente. En realidad, este relato es un ejemplo práctico de lo que enseña Jesús: la obligación de la ley sin amor es ineficaz y, en cualquier caso, es injusta.
Tanto en el pasaje de Juan como en el de Mateo se nos explica que la idea original no era la curiosidad genuina o un auténtico afán de aprender, sino en ambos casos una trampa malintencionada de los fariseos para pillar a Jesús en alguna falta reconocible para su sistema religioso e ideológico. Los fariseos tenían una profunda conciencia de autoridad moral que revestían de un aura de supremacía social y política sobre el resto de sus compatriotas. Estaban acostumbrados a actuar con esa prepotencia con todo el mundo, porque pensaban que nadie estaba a su nivel de moralidad, y con Jesús no fue menos.
El problema para ellos, no obstante, era que Jesús era más sabio, más luminoso y no se sometía a los ciclos de poder del resto de personas: el suyo, su poder, provenía directamente del Padre. Así que cuando los fariseos le intentan poner en un aprieto forzándole, desde su perspectiva, a que tome la decisión pública de aceptar o rechazar la ley, de permitir apedrear a la mujer o incumplir el mandato divino para retratarse, Jesús, con toda su inteligencia y saber hacer, expone a cambio el verdadero dilema: les propone que decidan ellos si pueden amar a esa mujer como se aman a sí mismos, antes que nada. Si los fariseos no hubieran sido conscientes de que sus pecados (irremediables) necesitaban en última instancia misericordia divina o la ley les aplastaría, no hubieran podido ver que Jesús les estaba exigiendo que aplicasen ese mandamiento principal sobre la mujer pecadora. Dios exige primero amar al prójimo, entenderlo, ponerse en su lugar, ayudarlo en todo lo que tengamos a mano, antes de ejercer la ley con mano dura e inmisericorde. La aplicación radical y absoluta de la ley no puede sustituir al mandamiento de amar al prójimo. Existe un orden que Jesús repite en varias ocasiones a lo largo de los evangelios, una de sus enseñanzas primigenias; en el resto del Nuevo Testamento hay decenas de casos en que se pone en práctica ese principio del evangelio. No podemos defender el orden divino sin haber amado primero a nuestros prójimos como a nosotros mismos, porque eso mismo es lo que Dios hizo con nosotros a través de Jesús.
Pensaba mucho en este pasaje mientras observaba el revuelo causado en las últimas semanas por la aprobación tanto en el Parlamento irlandés como en el argentino de leyes que dejan de sancionar penalmente el aborto. Yo no quiero que nadie aborte. No quiero que esas promesas de vida se trunquen. Es terrible no poder llegar nunca a conocerles como personas, como niños que jueguen, que rían, que descubran el mundo. Sin embargo, sinceramente, delante de Dios, me saca de quicio la actitud de ciertos autodenominados cristianos a este respecto. Se están comportando igual que los fariseos de esta historia, con toda esa prepotencia y esa impertinencia anclada en una supuesta superioridad moral… que resulta no ser cierta, como ocurre en el relato bíblico.
Ojalá no abortase nadie nunca. Ojalá ninguna mujer tomara esa decisión. Sin embargo, no podemos legislar sobre la moralidad de los demás. Espero de todo corazón poder explicar esto con la delicadeza que se merece.
El principio de amar al prójimo como a ti mismo antes de ejercer la ley me obliga a entender el proceso del embarazo y a ponerme en el lugar de las mujeres que se plantean tomar esa decisión. Hay mujeres que, llevadas por su ignorancia y por su inconsciencia, creen sin remordimientos que el aborto es una especie de método de planificación familiar, y se equivocan profundamente. Sin embargo, en los casos que yo he conocido, lo que hay detrás de una decisión de abortar es el miedo y la vulnerabilidad. Para llegar a creer que esa es la mejor opción imaginaos lo horribles que tienen que ser el resto de opciones. En la mayoría de los casos, ese es el escenario.
Sé de lo que hablo. Cuando perdí a mi primer bebé, en la consulta del hospital, después de varios días sangrando levemente, nos dijeron que, aunque el pequeño seguía ahí, no se le encontraba el latido del corazón y era más pequeño de lo que se esperaba para su edad. Todo indicaba que había muerto y que mi cuerpo no había terminado de darse cuenta. Era demasiado pequeño para provocar un parto, así que me dieron la opción la practicar un aborto: y destaco que me dieron la opción. Había muchos riesgos para mí si esperaba a un aborto espontáneo, en caso de que se produjera finalmente. Y decidí que la mejor opción era ese aborto y legrado por una razón: porque necesitábamos dejar de sufrir. Llevábamos semanas de incertidumbre, sin saber si tener esperanza o duelo.
De nuevo, ahora, en el embarazo de mi segundo hijo (como ya me pasó en el primero), soy consciente de que es un momento de increíble vulnerabilidad para mí como mujer. Aun en un entorno familiar seguro y sano emocionalmente, como es mi caso, no puedes evitar sentirte débil ante toda la inmensa cantidad de cosas que no puedes controlar en el proceso, tanto en lo físico, lo emocional, como en lo económico o en lo relacional. Yo, que nunca en toda mi vida me he sentido débil ni vulnerable, no puedo evitar ser consciente de que lo soy tanto en el embarazo como en los primeros meses de vida de mi bebé, y que sin ayuda esto es insalvable. Y el mandato de Jesús de amar a mi prójima como a mí misma me obliga a mirar a todas esas mujeres que quieren abortar desde esta perspectiva de empatía y entendimiento, incluso a las que creen que algo tan terrible se puede hacer sin remordimientos. Para empezar.
Sin embargo, me ha enfadado muchísimo en estas últimas semanas la profunda hipocresía y falta de amor de personas que, amparándose falsamente en la ley de Dios, han omitido esa dosis de empatía con la mujer, como si su experiencia y su realidad no tuvieran ninguna importancia en el orden social y moral que ellos mismos se han establecido. Y no lo han hecho en nombre de Dios, en realidad, sino en nombre de la ideología política a la que se adscriben, que mezclan con conceptos bíblicos aislados y escogidos. Por lo que he podido comprobar, la mayoría de estos fariseos modernos, al igual que sus homólogos de la antigüedad, están más preocupados de defender su posición (en este caso, atacando la ideología de género que puede haber detrás de los movimientos proaborto) que de defender de verdad el reino de Dios en la tierra. Y, al igual que les pasaba a los fariseos, se equivocan por pretender aplicar la ley en abstracto, sin el filtro del amor a Dios y al prójimo.
Ojalá ninguna mujer quiera abortar. Ojalá esas vidas no se perdieran. Ojalá ninguna mujer, nunca más, se encuentre en situación de tener que tomar una decisión tan dura como la que tomé yo. Pero, insisto, yo no puedo obligar a una sociedad que no entiende el amor de Dios a que cumplan con su ley. La vida es imperfecta, la sociedad es imperfecta; yo no puedo controlar el mal en el mundo, ni puedo cargar con él sobre mis hombros.
Sin embargo, hay un montón de cosas que sí podemos hacer, por ejemplo, para fomentar una justicia más acorde con el ideal de Dios:
- Podemos crear organizaciones de ayuda a la mujer, o colaborar con alguna ya existente. Hay muchas iglesias que tienen más medios de los que creen que para hacerlo.
- Podemos acompañar y acoger a mujeres en situación precaria, social o económica, y darles los recursos necesarios dentro de una red de apoyo para que el aborto no sea considerado como la única opción viable de futuro.
- Podemos crear o colaborar en planes que favorezcan el dar a los hijos no deseados en adopción, con garantías tanto sociales para esos bebés como psicológicas para las madres.
- Podemos, en base a esto, implicarnos en política local o estatal, por medio de plataformas o de grupos de trabajo, para que se faciliten los trámites de adopción y acogida en la sociedad.
- Podemos, sobre todo, hacer una pedagogía en nuestro entorno evangélico para hacer entender la bendición de la adopción dentro de familias cristianas más allá de un simple método “paliativo” para problemas de infertilidad. Que aquellas familias asentadas y positivas tengan el apoyo, los recursos y, sobre todo, la vocación de dar acogida y una vida digna a estos niños en la misma medida que con sus hijos biológicos.
Ya hay mucha gente que está trabajando en esto, que pone de su tiempo, esfuerzo y profesionalidad en ser visibles y dar otras opciones; y yo creo que esto está mucho más cerca de lo que somos llamados a ser en la tierra. Quizá sea necesario ampliar estar organizaciones, y estos proyectos y planes, y darles más visibilidad social. Quizá sea necesario que el mundo evangélico tome conciencia que desde las familias también se puede hacer venir el reino de Dios, como decía Jesús, que no hace falta ser superhéroes teológicos, ni misioneros superdotados: sencillamente crecer y ser luz de Dios allá donde hayamos sido puestos. Con una buena red de apoyo de parte de las iglesias locales, es perfectamente posible que muchas más familias cristianas se conviertan en familias de acogida y adopción, y también es mucho más posible dar recurso a las mujeres que se enfrentan al reto de ser madres solteras en una sociedad difícil y hostil para ellas y sus hijos. Pero debemos salir un poco de nosotros mismos y de nuestros ombligos.
Yo rogaría a los hooligans del grito y la condenación que, a ser posible, si no han participado ni se han implicado en al menos alguna de las cosas que he puesto más arriba, se abstengan de andar mandando al infierno a personas o naciones, o gritando en redes sociales y púlpitos variados: no hagáis el ridículo, igual que lo hicieron los fariseos, al final, delante de Jesús.
Y me quedo con las palabras finales de Jesús de la historia de la mujer a la que iban a apedrear. Pienso en esa mujer, consciente de sus errores, arrancada de mala manera y con abuso físico y violencia de donde se encontraba, llevaba en manos de justicieros para ser humillada y avergonzada públicamente, y, en última instancia, asesinada. Esa mujer, ante Jesús, esperando una respuesta que ponga fin o no a su vida. Jesús le habla con amor, pero con verdad: “Vete y no peques más”, le dice. El amor y la misericordia no están reñidos con hacer las cosas bien ante los ojos de Dios, sino que es su principal requisito, como nos enseñó Jesús.
[Una nota final: como todo escrito público, los comentarios son bienvenidos. Sin embargo, en esta nueva temporada he tomado la decisión de apelar a los comentaristas más intransigentes con las opiniones ajenas (sobre todo cuando se tratan temas sobre la mujer) a que se planteen bien lo que quieren decir antes de hacerlo, para no quedar retratados y no hacer el ridículo. A libertad hemos sido llamados, también a la libertad de expresión, pero no usemos esa libertad para dar rienda suelta a nuestro odio, nuestra intransigencia, nuestra ira hacia el prójimo, o cualquiera de esas otras pasiones tan lejos del Espíritu de Dios. Os insto a que, si lo que decís no sirve para aportar algo a los demás desde el amor, no lo digáis, como dice en Gálatas 5:13].
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