Que caigan todas las barreras denominacionales allí donde existan. Tal vez podríamos ser un ejemplo para el resto del mundo.
El 9 de noviembre de 1989 Europa y el resto del mundo presenciaron un acontecimiento inesperado: la caída del muro que dividía Alemania en dos estados. Se cerró un ciclo amargo que se inició en 1945.
Con todo, ni el fracaso del sistema comunista, ni la democratización de los países del Este europeo, ni la caída del muro de Berlín, ni los cambios que en los años venideros pueda experimentar la vieja Europa, han de ser atribuidos exclusivamente a factores humanos.
El motor de la Historia del hombre está en el cielo, no en la tierra. El hombre protagoniza la Historia, pero es Dios quien la concibe, quien la controla y quien la dirige. Así como no hay pueblos elegidos por Dios, tampoco hay pueblos que escapen al examen de Dios. La historia de la humanidad no es el producto de la sabia dirección de la raza humana; los movimientos de la vida se suceden al ritmo que Dios les marca. El primer aldabonazo dado a la Historia fue obra del hombre que recibe su soplo vital del Creador. Cuando Dios dijo “sea la luz, fue la luz”. Y entonces comenzó la Historia.
Alguien, posiblemente a no tardar mucho, demostrará el papel de primer orden que ha jugado la religión –la ortodoxa, la católica y la protestante- en la quiebra de los sistemas dictatoriales que gobernaban en el Este de Europa. Una vez más, los designios de Dios se han movido por caminos misteriosos. Dios ha utilizado individuos que creen en Él para derribar barreras políticas, económicas, militares y de otros signos, que amenazaban con una tercera guerra mundial. Han caído estas barreras y caerán otras. Dios ha querido siempre, y seguirá queriendo hasta el fin de los tiempos que la humanidad sea una sola familia. Una familia sin odios, sin amenazas, sin violencia, sin destrucción. Una familia sin discriminaciones, dispuesta a compartir los bienes heredados, porque todo es de todos. Cuando Dios manda una vida humana a la tierra manda también el plato para alimentarla. Si un niño muere de hambre es porque otro niño ha comido dos platos.
Se derrumbó el muro de Jericó porque Dios lo quiso. Cayó el muro de Berlín porque lo dispuso Dios. Caerán otros muros. ¡Dios lo quiera! Sobre todo, que caigan de una vez y para siempre los muros que dividen y parcelan el Cristianismo de Cristo. Que caigan pronto, cuanto antes, los muros denominacionales. Que las distintas confesiones evangélicas que proclaman a Cristo en España puedan hallar el camino de la unidad. Que puedan andar juntas, manos enlazadas y corazones unidos, por los páramos sin muros del Cristianismo novotestamentario. Para eso: para que su testimonio coincidente pueda brillar igual que las estrellas. Para que el granito de arena que cada cual aporta y la gota de rocío que el cielo manda converjan en todas las corrientes de la sociedad.
El Cristianismo no nació fragmentado. Nació exclusivo, simple, indiviso. Un solo Dios Padre mandó a la tierra a un solo Hijo redentor. Un solo Espíritu Santo dio origen a una sola Iglesia. Un solo Evangelio era la noticia de los primeros predicadores de la Gracia. Luego vino lo que vino: grupos rivales en la primera comunidad cristiana. Partidos y jefes de partido. Unos de Pablo, otros de Apolos, otros de Pedro. Actitudes carnales de personas que tienen el principio vital de las verdades cristianas, pero poco desarrollado. Querer elevar a categoría divina lo que tan sólo es elucubración del pensamiento propio. Confundir lo que es vida espiritual y vida intelectual. Mezclar lo divino con lo humano que, según Cervantes, es “un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento”.
Después, ya se sabe, con el andar de los siglos se multiplicaron las banderías; los neófitos, convenientemente adoctrinados, no supieron distinguir lo que es revelación divina y lo que es sólo magisterio humano.
Que caigan todas las barreras denominacionales allí donde existan. Y si esto es mucho pedir, al menos que caigan en España. Tal vez podríamos ser un ejemplo para el resto del mundo.
Sé que estoy pidiendo la luna, pero también la luna ya está al alcance del esfuerzo y de la voluntad del hombre.
José Luis Sampedro, académico de la Lengua Española, ha dicho que nuestro futuro sería mejor con una Europa unida. ¡Ojalá fuera así! Pero no nos alcanzará esa gracia. Se levantarán otros muros. Porque hay gente muy poderosa interesada en que los muros no desaparezcan, en que sigan existiendo barreras entre los pueblos. Esto lo quieren los fabricantes de armas, los políticos ambiciosos, las grandes empresas multinacionales, los explotadores de la miseria humana. La droga puede ser mañana el nuevo comunismo que enfrente a las naciones. Los intereses económicos necesitan construir y mantener muros de separación para asegurarse su propia subsistencia. Hay que crear un enemigo contra quien luchar, porque de la lucha sale el oro para las arcas contaminadas.
¿Quiénes son los interesados en mantener las denominaciones evangélicas? El pueblo cristiano, el que adora y se sacrifica, el que alaba y trabaja, no, desde luego. Lo demuestra en cuanto tiene oportunidad. Son los otros, los de arriba, los jefes, los incordiadores de siempre.
Las denominaciones evangélicas no han nacido como consecuencia de una interpretación sincera y honesta de la Biblia; son el resultado de la soberbia humana. El prurito y el capricho de destacar las pequeñas y particulares verdades que unos y otros han creído descubrir en la Escritura Sagrada.
Las divisiones denominacionales no se han llevado a cabo por un exceso de celo cristiano. ¡Qué va! Se ha ido troceando el Cristianismo de Cristo porque unos han querido defender sus verdades particulares frente a las verdades particulares de otros.
“La intolerancia es la angustia de que el otro tenga razón”. Esta frase estaba escrita en el muro de Berlín. Hay denominaciones evangélicas en nuestro país que llevan su intolerancia religiosa a extremos casi inquisitoriales. En el fondo, no es más que duda propia, inseguridad, eso mismo: miedo a que la razón esté de parte del otro. La creencia en su verdad excluye toda creencia en cualquier otra verdad.
Dijo Papini: “Para quien sepa leer, la historia de la humanidad es como la circulación de órbitas en torno a un punto fijo: la Cruz de Cristo”.
Desparecerán las denominaciones cuando todos aprendamos a apartar nuestros ojos de los innovadores humanos y fijarlos solamente, absolutamente, en Cristo.
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