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Adiós a las armas
 

Amor en tiempo de guerra

En la vida hay cosas que uno cree conocer, pero hasta que no las experimenta, no entiende realmente nada. Así ocurre con el amor.
MARTES AUTOR José de Segovia Barrón 24 DE MARZO DE 2014 23:00 h

Adiós a las armas - la nueva traducción de Lumen


Muchos consideran “Adiós a las armas” como la mejor novela de la Primera Guerra Mundial. La editorial Lumen de Barcelona publica este año una nueva traducción, para recordar el comienzo del conflicto. Para mí, es una historia de amor. Me ha conmovido desde la primera vez que la leí, siendo adolescente. En ella está la clave del desengaño vital de Hemingway, tanto en sus relaciones sentimentales como en su falta de fe.

El Premio Nobel de Literatura nació en una localidad cercana a Chicago, llamada Oak Park, donde había tantas iglesias –todas, excepto una, protestantes–, que la llamaban el “Descanso de los Santos”. El abuelo del escritor era amigo del evangelista Moody. En su casa no sólo se daba gracias antes de comer y dormir, sino que había un culto familiar seis días a la semana, donde se leía la Biblia y un libro devocional, antes de orar todos juntos de rodillas. A Ernie le impresionaba siempre cómo hablaba su abuelo a Dios, como si fuera su amigo, con la cabeza mirando al cielo.

Justo cuando el escritor nació en 1899, llegó un nuevo pastor a la iglesia congregacional donde estaban los Hemingway. Tenía la teología liberal de “un Dios sin ira, que llevaba a hombres sin pecado a un reino sin juicio, por el ministerio de un Cristo sin cruz” –que diría Niebuhr–. Tal fe era un insulto para el sufrimiento humano, como demuestra la obra de Hemingway. Sin embargo, Ernie siguió asistiendo con su familia a la iglesia, hasta que se fue a vivir con su tío Tyler en Kansas City, donde empezó a trabajar en un periódico.

La monumental biografía de Kenneth Lynn dice que nunca se quejaba de ir a la iglesia mientras estaba en Oak Park. Puede que fuera obligado por los padres, o que lo hiciera para complacerlos, pero el profesor de la Universidad John Hopkins cree que los sermones podrían ser una fuente de consuelo para él, que tenía mucho miedo a la muerte, desde que era niño. Fue tesorero del grupo de jóvenes de la iglesia, para el que se encargaba de ciertas actividades de caridad, además de hablar de vez en cuando en las reuniones que tenían los domingos a primera hora de la tarde.

ESTRICTA EDUCACIÓN
Su madre era dominante, pero no compartía las normas puritanas de su padre. Aunque en su casa no se podía beber, ni fumar, ella no veía nada malo en bailar y jugar a las cartas, algo que su padre no entendía. Su disciplina era estricta, pero no se consideraba adecuado, ni como padre, ni como marido. Cuando su padre le castigaba por algo, tenían que ponerse de rodillas y pedirle a Dios que le perdonara. Algo que haría también él mismo, pensaba la hermana de Hemingway –que publicó sus memorias después de la muerte de su padre–.

Al llegar a la adolescencia, Ernie se dio cuenta que su padre estaba humillantemente sometido a su madre. Enfermo de los nervios y con tendencia depresiva, el escritor solía ir con él a cazar y pescar. Su suicidio le dejó traumatizado. A los dieciocho años se va a casa de su tío, pero su madre le sigue dominando. Le reprocha que no vaya a la iglesia, ni tenga amigos cristianos. El le contesta en una carta:

“¡No te preocupes, ni llores!, porque no sea un buen cristiano. Lo soy tanto como lo he sido siempre. Oro cada noche y creo con igual fuerza que antes. Así que ¡alégrate! La razón por la que no voy a la iglesia, es porque siempre tengo que trabajar hasta la madrugada y no me despierto el domingo hasta el mediodía. No es que no quiera. Soy tan sinceramente cristiano, como se pueda ser.”

EN EL FRENTE ITALIANO
Así era Hemingway cuando se alista a la Cruz Roja en la Primera Guerra Mundial. Estaba en una unidad de ambulancias, pero llevaba el uniforme normal del ejército. El viaje a Europa en barco fue horroroso. Se sentía muy mal, pero llegó a Milán con un centenar de voluntarios, el día que destruyeron una enorme fábrica de municiones que había a las afueras. Inmediatamente, tuvo que ayudar a buscar cadáveres. En el frente, se dedicaba a llevar heridos al hospital, conduciendo la ambulancia.

Es entonces cuando hace amistad con un joven cura de Florencia, llamado Giuseppe Bianchi. Lo conoció en la Brigada Ancona, donde cenaba con los oficiales. Estaba “vestido de uniforme como los demás, pero con una cruz roja de terciopelo oscuro sobre el pecho izquierdo”, tal y como describe al capellán en “Adiós a las armas”. Nos lo presenta ya al principio del libro, cuando un grupo de soldados se está metiendo con él y un comandante dice: “todos los hombres que piensan son ateos”.

El verano de 1918, Ernie estaba repartiendo chocolates en una trinchera, cuando estalla un obús cerca suyo. Fragmentos del proyectil le atraviesan las piernas, siendo llevado a un hospital de Milán, para ser intervenido quirúrgicamente. Cuatro documentos testifican lo que ocurrió: el telegrama de la Cruz Roja que reciben sus padres, el cablegrama que él mismo envía, un informe del ejercito y su mención para la medalla de plata al valor militar, por haber asistido a otros, estando ya herido.

Al volver a casa, añadió elementos a la historia que no parecen ciertos. Fue recibido como un héroe, pero contaba que había sido herido por segunda vez, por una ametralladora. Lo más increíble es que pretendía haber luchado después con la infantería italiana en tres grandes batallas, cuando andaba con un bastón,. Lo cierto es que estuvo a los diecinueve años en un hospital de la Cruz Roja americana en Milán. Allí le atendió, como una madre, una enfermera escocesa de mediana edad. Junto a ella estaba una joven bibliotecaria de Washington, que tenía veintiséis años. Su nombre era Agnes von Kurowsky.

HERIDO DE AMOR
Ag no sólo era mayor que él, sino que tenía cierta experiencia con los hombres. Antes de ir a Italia, estuvo comprometida con un médico de Nueva York. El escritor se enamoró de tal modo de ella, que no tardó en proponerle matrimonio. Ella no se lo tomaba muy en serio. Le llamaba Niño. Un día Ag le dice que había escrito a su prometido, para romper con él. Hemingway estaba convencido que se iba a casar con ella. Agnes von Kurowsky se convierte así en Catherine Barkley, el gran amor del teniente Henry en “Adiós a las armas”.

Cuando empieza ya a andar con muletas, visitan la Galeria, que estaba cerca del hospital –no lejos de La Scala–. Van en carruaje a San Siro, para ver las carreras de caballos y toman vino blanco con melocotón. Se agarran de la mano y el está tan seguro de su amor, que se marcha con otro conductor de ambulancias, diez días al lago Maggiore –el escenario de la última parte del libro–. Allí juega al billar con un conde, que le invita a champán. Era el anciano diplomático Giuseppe Greppi, que en la novela llama el conde Greffi.

Al volver a Milán, Ag le dice que se va enseguida a Florencia, donde necesitan enfermeras. Es entonces, cuando Ernest Hemingway visita a un par de amigos de la Cruz Roja en el frente. Ese mismo día comenzaba la ofensiva italiana que llevaría a la espectacular victoria de Vittorio Veneto. Al observar los escuadrones de los Arditi, se imagina lo que sería luchar con ellos y volver a ser herido. Fue en un hospital militar americano que Ernie vio a Ag por última vez. Al volver a casa, le escribe luego desde Venecia, donde la trasladan finalmente. En una carta de 1919 le confiesa que esta con otro hombre, ya que “no es tan perfecta como él se cree”.

Marcelline dice que la decepción de su hermano fue tan grande, que acabó enfermo de fiebre en la cama. No podía pensar en otra cosa. Se consolaba con pensamientos de venganza. Es por eso que cuando ella le escribe que su amante le ha dejado, su orgullo está tan herido que no piensa en volver con ella, hasta que no comienza a tener problemas en su matrimonio. En su perturbación, empieza a escribir historias, que son rechazadas una y otra vez por todas las publicaciones. Los recuerdos de la guerra, dice que le impiden dormir. Tiene miedo a perder la cabeza. Alberga fantasías de suicidio, pero considera la autodestrucción como algo cobarde y poco viril.

LA EXPERIENCIA DE LO DESCONOCIDO
Muchos han estudiado la relación que tiene el amor en “Adiós a las armas” con la dependencia de Dios. Ese sentido místico lo entendió muy bien Frank Borzage en su primera versión de la novela en 1932 con Gary Cooper y Helen Hayes –la de Vidor para Selznick en 1957 con Rock Hudson y Jennifer Jones es mucho más floja–.

Ante la perspectiva de la muerte, el ser humano siempre busca seguridad, consuelo y felicidad, en el amor, o en la religión. Cuando una persona experimenta verdadero amor, está dispuesto a sacrificarse por la persona que ama. En un sentido, la adora. Por eso Catherine le dice a Henry: “tú eres mi religión, lo único que tengo”. Hemingway observa eso mismo, cuando se da cuenta que “olvida todo sobre la religión, porque tenía a Ag, para adorar”.

El escritor tuvo que tener muchas conversaciones con aquel joven cura italiano, que conoce en el frente. Es bien conocida la confianza que logran ciertos capellanes del ejército en tiempo de guerra. La cercanía de la muerte hace que los soldados expresen sus temores y remordimientos de una forma que nunca harían en tiempo de paz. En la novela, el capellán le dice a Henry:
"– Comprendes, pero no amas a Dios.
– No.
– ¿Nada?
– Algunas veces por la noche le temo.
– Deberías amarle...
– Yo no amo.
– Amarás. Sé que amarás. Y entonces serás feliz.
– Soy feliz. Siempre lo he sido.
– No es lo mismo. No puedes saberlo hasta que lo hayas sentido."

En la vida hay cosas que uno cree conocer, pero hasta que no las experimenta, no entiende realmente nada. Así ocurre con el amor. Uno oye siempre de él, pero se pregunta incluso si existe. No nos dice nada, hasta que lo experimentamos.

Esa es la lógica de Primera de Juan. Para poder amar a Dios, tenemos que haber sentido primero amor (1 Jn. 4:19). Es por eso que resulta inútil discutir con ciertas personas sobre la fe. La gente pide pruebas, pero si uno no está dispuesto a ponerla en práctica, ¿de qué sirve hablar de ella?

LA TEOLOGÍA DEL GARROTE
El desengaño de Ernie marcó toda su vida, pero también su visión de Dios, no como Alguien a quien amar, sino como un Juez castigador. Es lo que Pablo Martínez ha llamado a veces la teología del garrote. Por ella imaginamos a Dios con un palo, esperando el momento en que fallemos. Henry, a veces, por eso le teme, durante la noche.

Muchos cristianos viven dominados por el terror. Tienen miedo de que les ocurra cualquier calamidad, como juicio a sus pecados, o sufran incluso una retribución, por su escaso progreso en una vida santa. Si, cuando algo malo nos pasa, pensamos que es por un castigo de Dios, es porque no hemos descubierto todavía la inmensidad de su amor.

Es así cómo ora Henry, cuando Catherine va a morir, después de la cesárea. Es un problema de corazón. Aunque pensamos que tenemos un corazón de oro, la Biblia nos enseña que, naturalmente, no estamos capacitados para amar. Si podemos amar, es porque Dios está en nosotros (Gálatas 5:22-23). Si no, el resentimiento y la desconfianza nos dominan. No podemos amar, tal como somos.

El miedo y el amor son incompatibles (1 Juan 4:18). Si tememos la condenación de Dios, es porque no tenemos seguridad de ser sus hijos. Ya que “no hemos recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino el espíritu de adopción, por el que clamamos Abba, Padre” (Romanos 8:15). Un hijo es un hijo, haga lo que haga. Si la motivación para la obediencia es el miedo, vivimos como siervos, no como hijos que buscan agradar a su Padre. Desconocemos la libertad de los hijos de Dios.

DIOS DE AMOR
El hombre natural rechaza la idea del Juicio, como una superstición primitiva, pero se consuela pensando que si hay finalmente un Dios, será un Dios de amor. ¿Cómo lo sabe? ¡Ese es el problema! Muchos dicen que no tienen miedo a la muerte, pero en realidad no saben lo que ocurrirá. Esperan no ser conscientes en ese momento, pero lo único que pueden decir es que cuando a los muertos se les pregunta, no dicen nada –como dice el poema de Steve Turner–.

El temor a la muerte es el miedo a lo desconocido, que esclaviza a la humanidad, por la obra del maligno (Hebreos 2:15). Intentar deshacerse de eso, diciendo que son sentimientos que nos reprimen por causa de nuestra educación, es como silbar en la oscuridad para convencerse que uno no tiene miedo. “El temor al más allá”, dice Shakespeare en “Hamlet”, viene de que es “la tierra inexplorada, de cuyas fronteras ningún viajero vuelve”. Bueno, uno sí, ¡eso es el Evangelio!

Por la vida de uno, el Amado, es que nosotros somos aceptados por Dios (Efesios 1:6). Es así como descubrimos el amor de Dios: por lo que Cristo ha hecho por nosotros (1 Juan 4:9). Nada me puede dar la paz que necesito (Romanos 5:1), como esa Roca de la Eternidad de la que hablaba Toplady, por la que me refugio del Juicio que ha de venir.

Quien conoce así a Dios como Padre, sabe que nada le podrá separar de su amor, “ni la muerte, ni la vida, ni lo presente, ni lo por venir, ninguna otra cosa nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8:38-39). Si su amor mora en ti, no te abandonará. Su amor gana.
 

 


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