La falta de fe genera violencia y produce miseria. En lo único que se cree es que no se cree. No hay interés alguno en buscar los paraísos perdidos.
La “Beat Generation” fue un momento intelectual que tuvo su origen en escritores y poetas de los barrios bohemios de San Francisco. Aun cuando se llamaba generación amargada, fue un movimiento creativo, positivo, que influyó poderosamente en la literatura norteamericana de su época y contribuyó a levantar el ánimo de los europeos, moralmente hundidos después de los horrores de la segunda guerra mundial. Representantes máximos de la cultura “beat” fueron Paul Godman, Jack Kerouac, Gregory Corso, William Burroughs y el más conocido, Allen Ginsberg, entre otros muchos.
A la cultura ”beat” sucedió la cultura “hippy”, también originada -¡cómo no!- en California. No se ha hecho justicia a esta cultura. La imagen del “hippy” mal vestido y peor peinado, recorriendo los caminos del mundo sin meta ni objetivo, no se corresponde totalmente con la realidad. Los hippies fueron protagonistas de una generación con grandes inquietudes intelectuales. En sus bártulos no faltaban libros de Alberto Camús, Juan Pablo Sartre, Timoteo Leary, Aldous Huxley, Herbert Marcuse, Hermann Hesse, el siempre leído Federico Nietzsche y muchos más. En la cultura “hippy” había un importante germen ideológico que lamentablemente se ha perdido.
Esto está dando lugar a otro tipo de cultura. La ya conocida como “transcultura”, o cultura de la basura. Es la cultura del sexo y la droga; la violencia y el sadismo; la perversión moral a todos los niveles.
Lo más triste es que esta cultura de la basura está ganando rápidamente adeptos en todo el mundo. Los medios de comunicación difunden a diario noticias que estremecen, imágenes que horrorizan.
En Nueva York y en otras ciudades de Estados Unidos se está extendiendo el llamado juego de los enanos. Grupos de personas -¿personas o animales? –se reúnen para beber, divertirse y apostar dinero. Cogen a un enano y lo lanzan por una rampa especialmente preparada. Ganan quienes logren que el enano llegue más lejos. Este se presta al juego a cambio de una cantidad previamente convenida. A este lado del océano, en Inglaterra, se celebran orgías sexuales en las que se llega a asesinar a niños y niñas. Los monstruosos espectáculos se filman con cámaras de video. Luego se proyectan ante grupos de gente que paga para verlos.
El Iván de “Los hermanos Karamazov” tiene la impresión de que Cristo supervaloró al hombre: “Juzgaste demasiado altamente a los hombres, pues sin duda son serviles…El hombre es débil y ruin…Destruye los templos y mancha de sangre la tierra”.
La cultura de la basura está ejerciendo una influencia contaminante a través del cine y la televisión. Es muy difícil ver ahora cine limpio. Imperan las representaciones de violencia y sexo. Policías corruptos. Traficantes de droga. Matones histéricos. Lecciones de sexo que cogen desprevenidos incluso a los adultos. Asesinatos en todos los estilos. Robos, venganzas, instintos sádicos. Imágenes repugnantes que golpean insistentemente al espectador con su obsesiva crueldad han sido calificadas como “psicológicamente dañinas” y sin embargo se las están ofreciendo a niños de medio mundo a través de la televisión. Estas series glorifican la maldad y exaltan la violencia. Promueven la cultura de la basura. Los protagonistas son niños que beben en retretes, estrellan los sesos contra la pared, se clavan tachuelas en la cabeza o son fusilados ante el aplauso de otros niños.
La cultura de la basura es el producto de una sociedad que vive en la orgía del despilfarro. La falta de fe genera violencia y produce miseria. En lo único que se cree es que no se cree. No hay interés alguno en buscar los paraísos perdidos. Vivimos en la era de los poetas muertos, donde no hay lugar para la verdad ni para la sensibilidad. Hemos transformado el ágora intelectual en mercado de la basura. Ante los grandes temas humanos se hace cualquier cosa menos pensar. Dios es el gran desconocido, el eterno olvidado, el intruso que molesta, porque descompone el cuadro.
Con todo es preciso vivir por encima de esta basura, levantar la mirada hacia latitudes indestructibles. Como el niño de la historia que sigue.
Dócilmente agarrado a la mano de su padre, un niño de 12 años paseaba por una playa semidesierta. La luz última de la tarde se apagaba sobre las aguas infinitas. Las olas habían arrastrado hasta la orilla basura del mar adentro. Bañistas descuidados dejaron sobre la arena desperdicios de alimentos y botellas vacías, aumentando la suciedad. El padre, deseando enseñar al hijo una lección práctica, le preguntó:
-¿Qué es eso que ves a tus pies?
-Basura, papá.
Ambos continuaron su paseo. Transcurrido un corto tiempo el padre volvió a preguntar:
-Y por aquí, ¿qué ves?
-Basura, más basura.
Después de hacer que el niño fijara la vista en la lejanía, el padre preguntó por tercera vez:
-Y allí, ¿qué ves?
-Veo el mar abierto. El cielo despejado. El infinito. Parece como si el agua y las nubes se juntaran en un abrazo.
-No olvides la lección, hijo –concluyó el padre-. Si a lo largo de tu vida sólo ves la punta de tus pies, la cercanía que te rodea, tus ojos contemplarán siempre la misma miseria, la inmundicia humana. Has de acostumbrarte a mirar hacia las alturas, donde las estrellas se mecen, donde el sol se refleja en el espejo del cielo.
La sociedad de la basura está invadiendo todos los rincones del alma humana. Pero queda todavía mucho mundo sin contaminar: millones de seres que se recrean en la belleza de la vida y descubren en ella la inmensa hermosura de Dios.
La belleza, decía Campoamor, sólo está en los ojos de quien mira. Ver la inmundicia de la vida es realismo, no abatimiento; decepción, no desesperanza. A despecho del espanto y de la suciedad, saboreamos la alegría de vivir y creemos que en la balanza humana pesa más el platillo de la bondad que el de la maldad.
Para quienes todavía conservamos una fe semejante a pequeños granos de mostaza, la vida adquiere sentido en los propósitos divinos. Dios nos tiene aquí, nos quiere aquí para descubrir las perlas y desenterrar los tesoros. Aunque nos repugne, Él quiere que lavemos las llagas y purifiquemos los corazones putrefactos.
A fin de no desmayar en el empeño hemos de cumplir esta tarea como el niño de la historia, con la vista alzada hacia los montes de Dios, permitiendo que el rocío del cielo acaricie a diario nuestra alma. Y que la fuerza de Cristo robustezca nuestra debilidad, como la tierra se abre para que nazca la flor.
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