Se nos fue un trabajador, y un hombre que luchó contra la injusticia con fina inteligencia.
En determinadas ocasiones cuesta mucho repetir un acto ya realizado, hasta con extensión. Hoy llegamos a una de ellas: no sé por dónde arrancar escribiendo sobre alguien a quien debo mil trescientas páginas de libros y no sé cuántas de entrevistas y artículos.
Arrancaré por el final:
Iba a cumplir cien años o casi ciento uno, como él decía pues, en puridad –religiosa y científica– existimos desde la concepción. Ya le costaba mucho hablar, su ronquera crónica se había acentuado, era necesario acercar el oído a su boca trémula. Sentado en silla de ruedas en la plaza del ayuntamiento de Pontedeume, me cogió del brazo y me susurró: “Eu aquí sen poder facer nada e a xente ten que cobrar o mes”. Se sentía inútil para intervenir en los negocios que ya andaban en manos de nietos. Y pensaba como un padre de todos: la gente tiene un sueldo que cobrar.
Se empezaba a ir el ferroviario, telegrafista, comerciante, inventor, empresario, juez, promotor, visionario, marido, padre, amigo... y –sobre todo– hombre de Fe.
Estos últimos tiempos sufrí porque ocurrieron hechos que hubiera querido comentar con él, principalmente para escuchar sus sentencias rotundas. No lo intenté, pues él ya estaba sumido en sus pensamientos sin voluntad de comunicarse con los demás humanos. Pero, ¿se comunicaría con Dios?
No hace mucho, hablando de don Manuel con un grupo de científicos que lo admiraban, entramos en la contradicción de la Ciencia y la Creencia. Entre nosotros estaban dos grandes doctores de la genética que se atrevieron a indicar cómo las estadísticas apuntan a que existe un “gen de la fe”. Quien nace con él, va a creer; quien no, será ateo; o, como mínimo, agnóstico.
La genética es nuestro destino. De ahí la longevidad de Manuel Molares Porto. Y quizá su Fe en Cristo Salvador de los Humanos.
Durante ocho años me fue contando su vida en detalle, y me guió hasta los que compartieron fe con él, para que yo escribiera sus memorias de manera novelada, tratando de evitar –ese fue el acuerdo– retratar a quienes ofendieron y castigaron a los creyentes en Cristo porque no creían en Él de la misma forma que la mayoría.
Cuando yo era pequeño, en mi territorio infantil, que va de Ferrol a Pontedeume pasando por Ares, me decían que no anduviera con los chicos de familias protestantes porque eran “raros”. Y nunca vi rareza en ellos, salvo la de no ir a misa ni hacer la Primera Comunión vestidos de marineros.
Tal vez –por manía de andar a contrapelo– me atrajeron los de la Fe diferente. A don Manuel, a doña Carmiña y a sus hijos los traté desde principios de mi adolescencia y si algo me quedó claro de ellos fue que eran muy buena gente. Y muy honrados, que añadía mi padre, católico erasmista. Él fue quien me habló de la moral del protestantismo que da ánimos al trabajador, a quien Dios premia en este mundo por sus esfuerzos.
“En España queremos vivir polas almiñas”, me decía mi –si se me permite– segundo padre. Manuel Molares Porto abrazó el Evangelio y lo llevó siempre consigo porque su padre y su madre le enseñaron a ser trabajador desde niño. Si en España nadie anduviera pidiendo limosna por las ánimas de los muertos, mejor andaría todo. Los colportores, como el que le vendió la Biblia al padre de Manuel –ferroviario y fondista– se ganaban el pan vendiendo libros sagrados en las ferias...
Se nos fue un trabajador, y un hombre que luchó contra la injusticia con fina inteligencia. Valga un ejemplo: mucho antes de ser juez –como lo fue y con sentencias sobresalientes– se empeñó en acabar con la usura y discurrió cómo obligar a los usureros a reconocer pagos de deudas con hipoteca. Sencillamente presentándose con un notario en el banco donde el prestamista tenía cuenta. Allí el deudor depositaba lo adeudado, el fedatario anotaba y el prestamista no podía eludir el hecho.
Se fue un hombre justo; y valiente. En el ejército enfrentó el pelotón de fusilamiento por culpa de su Fe. No estaba en los divinos designios que allí se truncase una vida de futuro predicador, pero sí que probase los horrores del frente de batalla. En la guerra escogió ser enlace, y arrastrarse entre trincheras oyendo silbar las balas sobre su cabeza, con tal de no tener que disparar porque eso iba contra su Fe. Y, en la paz falsa de la posguerra, por su Fe se jugó la vida en el fuego cruzado entre la guerrilla comunista, que quería acabar con su Creencia, y los contrarios a la guerrilla, que no aceptaban la disidencia de los opuestos a la autoridad de Roma aunque Cristo sea de todos los que creen en su Evangelio.
Entre mis genes no debe de estar el de la fe; pero daría una vida por creer que, tras el Juicio Final, todos nos vamos a encontrar y podremos aclarar en qué fuimos buenos y malos, en qué acertamos y erramos, cuáles fueron nuestras virtudes y nuestros defectos.
Aún en este mundo –pero ya en tiempo de descuento– sé que me tengo que enfrentar al Tribunal que para Manuel presidía su Creador; como él y como todos, creyentes o no. Espero que el Divino Juez –o el Juez de la Nada– me digan lo que yo proclamo de mi bien querido maestro Manuel Molares Porto: tanta virtud mostró que sus defectos no existían para las almas generosas; tan virtuoso fue que no permitió zaherir a los que por odio o envidia exageraban sus debilidades de ser humano. Y doy fe de ello porque conservo las notas tomadas, los originales de redacción y sus correcciones con bolígrafo rojo sobre las galeradas de los libros.
Él sí fue de los “bos e xenerosos” del Himno Gallego. ¡Gloria hayas, Manuel!
Manuel Molares Porto pasó a la presencia del Señor el día 1 de mayo, a los 101 años, en Pontedeume, A Coruña. El sepelio será mañana miércoles, día 2 a las 17 horas en el cementerio Evangélico de Ares. Antes, a las 16h. se realizará un acto religioso en el Tanatorio San José de Campolongo.
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