El ser humano es así de dañino, le desea algo malo al prójimo cuando no camina al ritmo que estima oportuno.
Una imbecilidad muy frecuente, perenne diría yo, es querer convencer a los demás de que las calamidades del prójimo son castigos divinos por su mal hacer y considerar, al mismo tiempo, que las propias son de orden natural.
Conversación ¿ficticia? de dos miembros de una iglesia en la puerta del templo:
- ¿Te enteraste de que la hija de Fulanita ha muerto?, su coche chocó contra un camión y (¡zasca!, pudo haber añadido) falleció en el acto.
- Sí, me he enterado. Son las cosas del Señor. Esa chica, cosa mala, llevaba varios años sin reunirse, se había apartado de la iglesia y ya se sabe, el Señor la ha castigado.
¿Les ha parecido exagerado este corto diálogo? Pues de ejemplos así y otros cargados con la misma crueldad están saciados ya algunos oídos. No trato de acusar a nadie en particular sino destacar la actitud que toman algunas personas que se tienen por sumos creyentes sin darse cuenta de lo alejados que están de entender la gracia de Dios. Se creen jueces supremos, siempre a la caza, condenando y culpando en cualquier momento y lugar, ya sea dentro o fuera de las iglesias a toda persona que considera salida del tiesto, sin saber siquiera, ni importarle, cuál fue el motivo por el que adoptaron tal decisión.
Participamos en conversaciones así sin escrúpulo alguno y lo peor es la frecuencia con que se da esta clase de diálogo, ya sea tras de la muerte de un ser querido, ya sea cuando viene una enfermedad grave, cuando la persona en cuestión se queda sin trabajo. Sea cual sea la desgracia, estas personas ven el complot de un Dios que se gusta y se divierte en la venganza, que se deleita en hacer infelices a sus criaturas, y no solo a las que considera culpables, sino que deriva el castigo a sus familiares y amigos que sufren con ellos. Por cierto, dicho sea de paso, curiosamente estas conversaciones no se dan cuando a la persona que se ha apartado de las reuniones le va bien y vive sin dificultades.
Estos ministros de lo terrenal y lo divino predican infundiendo terror, amenazando con el daño que se puede recibir del Creador más que de la compasión que se obtiene de él.
El ser humano es así de dañino, le desea algo malo al prójimo cuando no camina al ritmo que estima oportuno, y lo que es peor aún, se sienta a observar cómo Dios se venga, a ver cualquier atisbo de desgracia para sumarla a su lista de “condenaciones”.
No exagero en decir que identifican la desdicha, grande o pequeña, con la obra de un Dios sentado en un trono majestuoso que con su cetro señala a uno u otro y manda a sus ángeles a ejecutar la acción mortífera ipso facto.
Desde luego no creo en esa divinidad, perdónenme los que sí apuestan por ella. Si a quien miro es a Jesús, no puedo ver en él tanta maldad. Por supuesto no estoy a favor de esta clase de condenación y por lo tanto no comparto estos pensamientos tan brutales que sobre el Dios vengativo algunos predican. No, no puedo estar de acuerdo y me sorprende que para ellos y para los suyos, estas personas tengan una comprensión descomunal y no se den por aludidos en nada de lo que estén haciendo mal, pues no juzgan su comportamiento, ni ven la viga de ignorancia que tienen incrustada en sus pupilas, esa que les impide la visión de sí mismos, pues sus desgracias, afirman, forman parte del día a día de la vida ordinaria y no de un castigo de parte de Dios. Ese castigo lo dejan para el otro.
Predican a un Dios lleno de odio que no da libertad de elección y a quien se atreve a decidir, le castiga. Esta actitud que se predica dentro y fuera de las iglesias me recuerda a la de los maltratadores cuando dicen: O eres mía o de nadie. Si la persona no es de Dios, la maltrata, la enferma, la humilla, la castiga de mil maneras e incluso le quita la vida, ya sea de repente o a través de una agónica enfermedad.
Así lo ven y así lo comunican, pero ese no es mi Señor.
Centrémonos en el evangelio de las buenas noticias que trae gracia a nuestras vidas y que el Señor tenga misericordia de todos nosotros porque desconocemos su gran naturaleza y nos hacemos una pobre y mísera idea de él, pues según es la podredumbre y vacuidad de nuestras mentes, así le anunciamos, olvidándonos de su amor, su gracia, su compasión y su comprensión.
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