Los avances científicos que permiten manipular la naturaleza y la personalidad humana plantean dilemas morales.
El escritor Ira Levin fue el autor de la novela Los niños del Brasil, que en 1978 sería llevada a la pantalla, con el mismo título, por el director Franklin J. Schaffner, donde el protagonista es el doctor Josef Mengele, el médico nazi que ha pasado a la historia por sus atrocidades cometidas en Auschwitz, con el pretexto de realizar experimentos científicos con seres humanos a fin de mejorar la raza aria. Los principales actores de la película son Gregory Peck, que encarna al propio Mengele, y Laurence Olivier, que interpreta a Ezra Lieberman, un caza-nazis que evoca a Simon Wiesenthal.
Como otros destacados nazis, en su vida real Mengele se las arregló para escapar del fin que sus crímenes merecían, escondiéndose en Sudamérica con identidad falsa y viviendo en Argentina, Paraguay y Brasil, donde murió.
Aunque, como es lógico, procuró pasar desapercibido lo más posible durante esta etapa de su vida para no ser descubierto, la novela y la película se basan en la ficción de que, lejos de ello, siguió con sus experimentos científicos en Sudamérica, a fin de lograr su sueño supremo, que era nada más y nada menos que clonar a Hitler, basándose en unas muestras de tejidos que había conseguido de él mientras aún vivía. Esa posibilidad, de que a partir de células se pueda reproducir genéticamente a una persona, es la base de los esfuerzos del médico alemán, que en la novela y la película muere constatando el fracaso de su proyecto, cuando parecía que ya lo había alcanzado, lo cual no tiene nada que ver con su muerte en la vida real.
Pero más allá de las divergencias entre el Josef Mengele auténtico y el Josef Mengele de Los niños del Brasil, la película y la novela plantean el dilema moral que resulta de unos avances científicos que permiten manipular la naturaleza y la personalidad humana, hasta conseguir modelar un ser conforme al propósito del autor del experimento. Si tenemos en cuenta que Ira Levin escribió su novela en 1976, cuando todavía las investigaciones en el campo de la clonación estaban limitadas a plantas, ratones y conejos, es posible comprobar que previó algo de lo que nosotros hoy somos testigos: La manipulación genética humana.
Porque las monstruosidades del doctor Mengele en Auschwitz, que parecen cosa irrepetible por su misma maldad intrínseca, no están tan lejos de nosotros como pensamos. La universidad de Stanford acaba de anunciar la creación de un embrión humano-ovino, a fin de proporcionar suficientes órganos que suplan la demanda para realizar trasplantes en seres humanos. Ya la mera idea de un embrión humano-ovino es una aberración que sólo una mente monstruosa puede imaginar. Si el doctor Mengele viviera hoy estaría a sus anchas, porque ya no necesitaría experimentar con seres humanos adultos, sino con embriones, que por la definición moderna no son seres humanos, lo cual salva a sus experimentadores de cualquier responsabilidad, no ya penal sino ni siquiera moral. Además, Mengele hizo lo que hizo amparado bajo un régimen de rostro horrible, pero si viviera ahora podría dedicarse a su afición favorita amparado por las leyes de un país libre y democrático, lo cual proporciona una tranquilidad de conciencia añadida, al no ser cómplice de un terrible gobierno dictatorial. Igual que en Auschwitz, Mengele tendría buenas razones ahora que fundamentarían éticamente la bondad de sus investigaciones; si antes era la mejora de la raza aria, ahora es la mejora no de tal o cual raza sino de la raza humana sin más.
Solo los monstruos pueden producir monstruosidades. Y solo monstruos, aunque sean de una sofisticada universidad estadounidense, pueden producir la monstruosidad de un embrión humano-ovino. Stanford es una localidad situada en Silicon Valley, donde no hace mucho se anunció que la humanidad en el plazo de unos veinte años tendría a su alcance la inmortalidad. Una inmortalidad de silicona, que ahora resulta además que será una inmortalidad monstruosa y aberrante. ¡Qué combinación más pavorosa! Si Mengele viera lo que sus discípulos han llegado a desarrollar, estaría orgulloso de comprobar que, después de todas las condenas morales que soportó, finalmente sus ideas no iban tan descaminadas.
Es verdad que hay diferencias entre Mengele y los de la universidad de Stanford. Él era un ardiente racista y ellos no. Él se complacía en cometer todas las atrocidades imaginables en determinadas personas y ellos no. Pero hay algo que une a Mengele con los de la universidad de Stanford. Ambos han desechado a Dios por principio, con lo cual sus experimentos acaban siendo un horror monstruoso, ya sea en seres humanos desarrollados o ya sea en embriones. También les une que ambos han despojado de humanidad a los objetos de sus investigaciones, los judíos en un caso y los embriones en otro.
¡Qué bueno es saber que soy creación del único Dios, grande, bueno, sabio y justo! Que no hace experimentos conmigo ni me convierte en un híbrido aberrante. Al contrario, la aberración en la que me convirtió el pecado, él la ha reparado por medio de la obra de Jesucristo, haciendo de mí un hombre, en todo el sentido de la palabra, nuevo.
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