La Biblia usa la metáfora de andar para describir el estilo de vida del cristiano. Dios salva a las personas abriendo camino donde no lo hay, sacándolas de la esclavitud al mal y llevándolas a un lugar de libertad espiritual (Is. 43.16). Uno se traslada de una condición terrible a un estado nuevo y maravilloso. El profeta habla del buen camino que introduce a las personas al descanso de Dios (Jer. 6.16). Para llegar al descanso, hay que seguir avanzando en cierto sentido. Jesucristo señala un camino angosto que lleva a la vida (Mt. 7.13-14). Luego afirma ser el camino él mismo (Jn. 14.6). Los primeros cristianos llaman su experiencia de salvación «el Camino» (Hch. 24.14). Andar con Cristo día a día, todos los días, será la manera de llegar al destino deseado.
Es que la vida en esta tierra es verdaderamente un viaje a alguna parte. El tiempo avanza, y la Palabra de Dios recuerda al creyente que es peregrino en este mundo, de excursión permanente hacia un destino mejor.«Arrieros somos y en el camino andamos». Luego, como diría Antonio Machado, se hace camino al andar. Hay una sucesión de decisiones que se toman, y éstas configuran poco a poco el conjunto de rasgos vitales de un hombre o una mujer. En cada momento se nos presenta alguna encrucijada y elegimos seguir una conducta u otra. El símil de la excursión sugiere
1) decisión (un hombre camina porque escoge cada paso que da),
2) dirección (una mujer avanza hacia un destino, no se trata de un deambular sin rumbo), y
3) constancia (caminar es una sucesión de pasos que se dan sin parar). Cuando los autores bíblicos hablan de correr en los caminos del Señor, o de correr la carrera puesta por delante, añaden un cuarto elemento: 4)
deseo, ganas, es decir, un convencimiento total acerca de la conveniencia del camino elegido.
El paseo más agradable se da un compañía de otros. El profeta pregunta «¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?» (Am. 3.3). El refrán nos invita a escoger bien las compañías: «Dime con quién andas y te diré quién eres». Por ello, el andar del cristiano avanza mejor en comunión con la iglesia local. Junto con la iglesia, el creyente sigue adelante en el buen camino. En comunidad, nos ayudamos a andar en vida nueva, dignos del Señor que nos ha perdonado y transformado. Nos animamos a andar sabiamente y no desordenadamente, en luz y no en tinieblas, en amor y no en indiferencia. Pero esto no ocurre por arte de magia. Hay que pensarlo, mirar bien nuestros pasos, reflexionar juntos para acertar en el itinerario. Como dice el apóstol: «Mirad, pues, con diligencia como andéis...» (Ef. 5.15).
Dios reúne un pueblo con la idea de hacer de él un trampolín de la redención, para que su bendición llegue al mundo entero. A su pueblo dice «Este es el camino, andad por él; no echéis a la mano derecha, ni tampoco torzáis a la mano izquierda» (Is. 30.21). Pero si el pueblo llamado por Dios no anda en los caminos de Dios, por el buen camino, entonces pierde su mensaje para el mundo alrededor. Si los creyentes se distraen y corren tras espejismos, entonces no tienen nada que ofrecer a las personas inconversas. Si el cristiano sucumbe al canto de sirena puramente terrenal –que a fin de cuentas se convierte en dioses rivales del único Dios verdadero, en ídolos– entonces pierde su razón de ser. Los ídolos defraudan y secuestran el mensaje. Si el ciego guía al ciego, caen los dos al barranco.
Cuando no hay distinción entre la conducta de los cristianos y los no cristianos, el mundo tiene motivos para preguntarse si nuestra fe marca alguna diferencia. Nuestro mensaje no conllevará autenticidad ante un mundo vigilante si no somos diferentes a los demás: en la corrupción, la codicia, la práctica de la sexualidad, la infidelidad, la xenofobia, los prejuicios sociales, el consumismo. Para invitar a otros a andar en los caminos de Dios, hemos de avanzar primero en esas sendas nosotros.
Jesucristo lo expresa de otra manera en el Sermón del Monte cuando dice que sus seguidores son la luz del mundo, y que la luz no se enciende para quedar oculta debajo de un cesto. Jesús termina la frase diciendo «así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt. 5.14-16). Hay un aspecto variable, algo que se puede hacer mejor o peor. El imperativo «así alumbre vuestra luz» nos invita a prestar atención, a ser diligentes, a hacer todo lo posible porque la vida de Dios se manifieste en nuestra conducta. Hay que pensar, dialogar, estimularnos mutuamente a ello en el pueblo de Dios. Esto nos plantea un primer desafío:
debemos hablar en la iglesia local de estas cosas, para animarnos unos a otros a vivir de una manera diferente.
El apóstol Pablo dice a los creyentes en Efeso que no anden como los del mundo, y después –cambiando de metáfora– les dice que se vistan el nuevo hombre «creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef. 4.24). El proceso de despojarse de hábitos viejos y vestirse de un comportamiento enteramente nuevo sugiere que la clave será un proceso de sustitución. El apóstol luego plantea varios ejemplos: en vez de mentir, hablar la verdad (Ef. 4.25); en vez de la ira, el enfado controlado (Ef. 4.26-27); en vez del robo, la generosidad (Ef. 4.28); en vez de palabras hirientes, palabras que edifican (Ef. 4.29); en vez de la contienda, la amabilidad (Ef. 4.31-32). Estos contrastes nos sugieren un segundo desafío:
analizar las fuerzas del mundo que nos moldean y ayudarnos mutuamente a sustituir los patrones viejos y dañinos por otros mejores, conforme a la voluntad de Dios.
Las fuerzas del consumo han obrado poderosamente entre los creyentes españoles durante los últimos cuarenta años, llevándonos a asumir –casi sin darnos cuenta– valores motivados más por el afán de autonomía personal que por la lealtad al evangelio. El crecimiento económico, la proliferación de bienes, los avances tecnológicos, la implantación masiva del crédito, y la democracia como sistema político, todo esto nos ha convencido de que la voluntad personal es el máximo punto de referencia. En vez del hombre hecho a la imagen de Dios, tenemos al «hombre económico» (
homo economicus) que sólo se mueve por intereses materiales.
Por un lado, la subida en el nivel de vida y el progreso tecnológico han permitido la expansión de la obra del Señor a muchos niveles. La ampliación del tiempo libre disponible ha permitido un mayor servicio en campañas evangelísticas y el desarrollo de ministerios creativos. Una mentalidad democrática ha fomentado la participación de muchos creyentes, que se animan a asumir responsabilidades que antes dejaban a los guías de las iglesias.
Por otro lado, sin embargo, hay un peligro de que los valores del mercado acaben diluyendo el compromiso cristiano hasta el punto de quitarle de la iglesia su mensaje fundamental: que hay otro mundo mejor que éste y que hace falta un profundo cambio de lealtades para llegar a ello. Si los creyentes no marchan al son de un cántico nuevo, no tienen nada que ofrecer a sus familiares y vecinos. En vez de testigos apasionados del Jesucristo resucitado, se convierten en insípidos adeptos de una ideología desfasada.
Estas consideraciones nos invitan a luchar juntos por reemplazar los valores de la cultura del mercado por otros valores, los del reino de Dios:
En vez de la prepotencia, la dependencia: cuando el “yo” autónomo es el centro del universo, uno decide libremente cómo gastar, qué comprar. Pero Dios nos recuerda que somos profundamente dependientes de él para todo. Esta actitud es a lo que Jesús se refiere cuando dice «bienaventurados los pobres en espíritu».
En vez de la huida, el aguante: la tecnología nos ha introducido a un mundo de decisiones, comunicaciones, y resultados instantáneos. Dios, sin embargo, tarda su tiempo. Por eso, Jesús dice «bienaventurados los que lloran», porque llevan sus cargas al Señor en vez de huir de la situación. En vez de abandonar un matrimonio o una iglesia en crisis, buscan la manera de ayudar, para que todos puedan avanzar juntos.
En vez de la libre expresión, la lectura y el aprendizaje: no es tanto cuestión de expresar lo que yo pienso, lo que yo opino. La cultura del mercado ensalza al comprador, y todos tratan de seducirnos para que nos hagamos con su producto. La realidad es que tenemos más necesidad de escuchar al Señor, de leer, de aprender de sermones, que de expresar nuestro propio punto de vista. Escuchar nos lleva a asumir principios eternos e inamovibles acerca de la verdad. Seremos tolerantes con personas, pero no con todas sus ideas.
En vez del consumo, la generosidad: Dios nos enseña a dar ofrendas e invertir en la eternidad. Nos invita a hacernos tesoros en el cielo, compartiendo con los que verdaderamente tienen necesidad. Jesús dice, «bienaventurados los misericordiosos». Esto significa renunciar a la ganancia inmediata para seguir principios de fidelidad.
En vez del disfrute, el crecimiento en semejanza a Cristo: no se trata de «estar bien» o «estar a gusto», sino de progresar en santidad, madurando en todo para llegar a ser como Jesucristo en su carácter. Jesús dice «bienaventurados los de limpio corazón». La semejanza a Cristo nos lleva a plantear una vida de servicio a los demás, porque el Hijo de Dios no vino a ser servido sino a servir.
En vez de la contienda, la búsqueda de la paz: cuando operamos desde la autonomía personal, otras personas se convierten en rivales, en competidores. Pero Dios nos llama a ser pacificadores, a ser solícitos en guardar la unidad, tanto en la familia como en la iglesia. En vez del rencor, el cristiano se caracteriza por la amabilidad.
En vez de la revolución, la sujeción inteligente: las fuerzas del mercado despiertan nuestra desconfianza hacia cualquier tipo de autoridad. Sin embargo, el cristiano refuerza su testimonio cuando es capaz de someterse con criterio a las autoridades legítimas en su vida. Si es capaz de someterse cuando toca, también es capaz de dirigir sin señorearse de los que tiene a su cuidado, sino razonando con la Biblia en la mano y buscando el bien del otro.
Hay calles y caminos en España que invitan a conocer el misterio del viaje: la Rambla de Barcelona, el Paseo de la Castellana de Madrid, la calle Estafeta de Pamplona, la calle Sierpes de Sevilla, la ruta del Cares en los Picos de Europa, o los caminos del valle del Jerte en Cáceres.
Para el creyente en Jesucristo, viajar con Dios hacia su reino significa transitar los caminos del Señor, para que la vida personal y eclesial se alinee con el mensaje que anunciamos a un mundo sediento de verdades liberadoras.
Si quieres comentar o