La idea de este escrito ha surgido en mí como consecuencia del último -en una amplia lista- desastre de iglesia dividida del que he tenido noticia.
Trato aquí, hoy, un tema nuestro, de familia. Tan hondamente nuestro que afecta a las mismas raíces del ente eclesiástico. La idea de este escrito ha surgido en mí como consecuencia del último -en una amplia lista- desastre de iglesia dividida del que he tenido noticia.
Lo que cuento es absolutamente real. Actual. Comprobable. Ha tenido lugar en la autonomía madrileña. Un pastor joven, recién graduado de un seminario donde se preparan líderes para el ministerio pastoral. Un hombre de cultura media, equilibrado, temperamento afable. Sólo un año como pastor y la Iglesia se ha dividido en tres grupos. Unos se han integrado en otras congregaciones. Otros, tras el escándalo, han abandonado la fe. El propio pastor frustrado, se encuentra en estos momentos confuso, sin saber cómo orientar su futuro. Le acompaña un tercer grupo de fieles.
Todos son víctimas. Él y ellos.
Como este caso que cuento, ¿cuántos hay en España? En el mundo protestante, miles; lo sé, conozco muchos, tengo documentación de otros. Pero yo escribo esto en España y para España.
Se impone entre nosotros la reflexión. Hemos de hacernos muchas preguntas.
La primera puede ser ésta: ¿qué hacían esos jóvenes pastores antes de ir al seminario? Puede que aquí encontremos algunas claves del drama. ¿Cuántos años contaban de salvados? Digo salvados, no convertidos. Para mí hay mucha diferencia. En nuestras iglesias hay personas convertidas a una determinada creencia religiosa, a una forma de culto, a un estilo de vida, pero no han experimentado la salvación integral y sobrenatural contenida en el texto del Nuevo Testamento.
Si no fueron salvados, ¿cómo se puede esperar que haya en ellos pasión por la salvación y cuidado de otras vidas?
Si fueron realmente salvados, ¿cómo lo manifestaban en la Iglesia a la que pertenecían antes de ir al seminario? ¿Servían en órganos directivos? ¿Trabajaban con grupos de jóvenes? ¿Colaboraban en los distintos departamentos de la Iglesia?
Se está enviando a seminarios e institutos bíblicos a jóvenes que no han demostrado vocación alguna para el ministerio pastoral. Se los manda sin preparación, sin bagaje espiritual. Su religión la hicieron otros. Les fue comunicada por tradición y conservada por la costumbre.
Fueron recomendados al seminario esperando que allí los harían pastores. Y ése fue un error.
Un segundo error, implícito en la siguiente pregunta, pudo ser el seminario en sí mismo: ¿a qué tipo de institución fueron esos jóvenes? Conozco fábricas de pastores que son un fin en sí mismas. Les importa más la institución, el curriculum, el prestigio que puedan conseguir, que la preparación de los jóvenes. Los profesores son cerebros fríos, capaces de explicar toda la Biblia y de descifrar todas las reglas de la homilética, pero con corazones de hielo. Transmiten conocimientos, pero no experiencias. Iluminan conceptos, pero no arrastran pasiones. Ellos mismos fueron al profesorado con poca o nula experiencia pastoral. Algunos optaron por la enseñanza tras fracasar en el ministerio congregacional. Nunca fueron salvadores de vidas y no saben cómo enseñar a otros a serlo.
Un buen número de estos profesores son extranjeros. No conocen el país ni la cultura, carecen de visión nacional, son de una pobreza humana y de una intolerancia religiosa que deprimen a las piedras. Pueden explicar desde el primer versículo del Génesis al último de Apocalipsis, pero lo hacen en pura teoría, sin vida, sin nervio, sin fantasía ni ilusión alguna.
Sostengo que esos seminarios y esos profesores son culpables de que muchos jóvenes fracasen en sus primeras experiencias pastorales.
Los preparan para la discusión y la pelea, no para la entrega de la vida al servicio de otros.
Y tras graduarse del seminario ¿dónde fueron? Ésa podría ser una tercera pregunta.
En España, ahora mismo, hay más iglesias que pastores. Faltan hombres para el ministerio. Las iglesias están pendientes de las graduaciones. Contratan a los primeros que salen o a los que creen que pueden ser útiles en el trabajo pastoral.
En ocasiones son iglesias que están sin pastor porque el último que tuvieron se fue quemado. Iglesias conflictivas, con miembros de muchos años que no cambian ni quieren cambiar. Algunos de ellos son, incluso, pastores frustrados. Poner a jóvenes recién salidos del seminario al frente de una de estas iglesias es hacer con ellos lo que mandó hacer el rey David con el marido de Betsabé, Urías el heteo: ponerlo al frente, en lo más recio de la batalla, para que lo maten.
Y es más grave cuando el seminario o su Iglesia madre, una vez instalado el joven pastor, lo dejan solo. ¿De dónde va a recibir consejos, ayudas, estímulos, orientación, sugerencias, palabras de miel? De la Iglesia que pastorea, ciertamente no, porque se supone que él está allí para ofrecer todo eso. El apoyo debe llegarle de los líderes de la Iglesia de donde salió cuando fue al seminario o de la dirección y profesorado del mismo.
Otras veces es el joven pastor quien se niega a recibir consejos. En el seminario le han hecho creer, o lo cree él solito, que es autosuficiente. ¿Acaso no cuelga en la pared de su despacho un título que le acredita tres o cinco años de estudios? ¿Para qué más? Ya lo sabe todo. No necesita consejo de gente madura ni que otros le digan cómo hacer las cosas. Y si coincide que estos pastores jóvenes han realizado estudios universitarios y tienen un poquito más de cultura que otros, entonces sí que no hay quien les tosa. Los consejos son inútiles. Aunque acaben estrellados en pocos años.
A todo esto, ¿dónde encaja la mujer del pastor? No hay que perderla de vista. No se puede prescindir de ella. Sería como dejar al hombre fuera de su contexto humano y exponerlo al desequilibrio emocional y hasta mental, digan lo que digan algunos psiquiatras que incluso leen la Biblia o la leen mal.
La esposa del pastor joven que estoy utilizando como figura en este artículo, ¿tiene vocación para el pastorado? Si la tiene, puede ayudar al marido en los momentos difíciles. Ella misma hablará con los líderes de la Iglesia, contribuirá a resolver problemas, emitirá juicios, tomará decisiones, se esforzará por poner las cosas en su sitio. Pero si sólo es esposa de su marido, si no ha sido llamada al ministerio pastoral, a esta mujer joven le pueden crucificar la vida. Le invadirá un sentimiento de angustia, sufrirá interiormente, vivirá períodos de crisis. Y, cuando no pueda aguantar más, se enfrentará al marido.
Éste vivirá entonces entre dos fuegos: el de una mujer joven a la que ama, posiblemente madre de hijos, pero que no comprende su trabajo, y el de una Iglesia conflictiva que le entorpece el ministerio. Más aún: si la Iglesia ha contratado los servicios no sólo del pastor, sino de un matrimonio, exigirá que la mujer desarrolle determinados trabajos en la congregación. Al no poder hacerlo, porque carece de los dones requeridos, puede deprimirse hasta límites que afecten a su salud. Desde luego, afectará, y gravemente en algunos casos, a su relación matrimonial.
Pastores sin vocación, mal preparados o mal orientados están desmantelando iglesias todos los días, en todas las denominaciones. Las congregaciones quedan divididas, desanimadas, sin visión, sin ganas de trabajar, sin programa de futuro. Algunos miembros se mantienen, otros se integran in iglesias cercanas. Unos y otros arrastran donde estén las amargas experiencias vividas. Las heridas tardan en cicatrizar. Levantar estas iglesias, ponerlas de nuevo sobre sus pies, infundirles nuevas ilusiones, es trabajo de titanes.
No corren mejor suerte los pastores. Algunos resisten, se afianzan en el poder congregacional, pero ya no son los mismos. Mucho ha cambiado en su interior. Las predicaciones son agresivas y el carácter muestra signos de dureza y de intolerancia. Incluso se convierten en dictadores de grupos pequeños. Ven a los miembros de la congregación como una amenaza, no como una ayuda a su ministerio. Y obstaculizan el desarrollo de los dones.
Otros dejan el pastorado y se dedican a trabajos seculares. Al principio argumentan que darán al ministerio las horas libres, pero poco a poco se van apartando de la Iglesia y hasta del Señor de la Iglesia.
Los hay también quienes aprenden la lección, cambian de Iglesia y realizan una labor positiva en otra ciudad, con otras personas. Lo triste es que hayan tenido que sembrar y cosechar amarguras en el camino del aprendizaje. Y algunas vidas arruinadas.
¿Qué hacer? Nadie tiene la solución. El problema es tan viejo como Alejandro el Calderero y Diótrefes, quienes han cumplido ya dos mil años de edad. Ayudaría mucho si los seminarios y los institutos bíblicos examinaran cuidadosamente a los jóvenes que piden ingreso. Estar convencidos de que son jóvenes salvados, con una vocación definida al ministerio, que hayan trabajado en las congregaciones locales, colaborado en las tareas pastorales, que aporten experiencias previas, que razonen su fe, sus creencias, sus propósitos. Que sueñen, que proyecten, que tengan corazón de pastor, sin esperar a que sea la institución la que les inspire estas motivaciones.
La Iglesia que envía a un joven a estudiar para el ministerio debe asimismo entender que su responsabilidad no concluye con la alegre reunión de despedida, donde todo son felicitaciones, ni con el sostenimiento económico mensual o el envío de una ofrenda esporádica. Los líderes de la Iglesia deben estar pendientes de su hombre en el seminario, apoyarle espiritualmente, atenderle personalmente, estar al tanto de su desarrollo, hablar con los profesores, ofrecerle oportunidades para que durante las vacaciones pastoree algún punto de misión o realice labores pastorales en la propia congregación bajo la guía de personas experimentadas.
El propio interesado es el más llamado a prestar atención a sus grandes líneas de desarrollo, teniendo conciencia de que se está preparando para ser conductor de vidas y modelador de conciencias. Si aprende a ser pastor en la misma institución, mientras estudia, donde surgirán muchas oportunidades, saldrá de ella preparado para ser de bendición a la Iglesia local que requiera sus servicios.
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