Prisionera y liberada. Y todo, al mismo tiempo. Es como, en una ocasión, definió cómo se sentía Joni Eareckson.
Hasta un día de julio de 1967 era Joni, una mujer estadounidense. A partir del día siguiente, tras un accidente en la playa, era Joni, una mujer tetrapléjica, una mujer con discapacidad, una mujer con una etiqueta que le había de acompañar y señalar el resto de la vida, aunque ella luchó para que no fuera así.
Un convencionalismo como la palabra normalidad nos suele servir para ubicar unas fronteras de comodidad, para diferenciarnos de aquellas personas con una discapacidad intelectual, física o sensorial.
Necesitamos estas etiquetas cuando Dios ni siquiera las tiene en cuenta, Él nos invita a mirar, cara a cara y como en un espejo, su gloria.
Él fue el primero en dirigirse a personas que, hace 20 siglos, sufrían por ser considerados diferentes. Quizás nos suena a comportamiento arcaico. ¿Seguro? Jesús, de forma explícita, invitó a llenar su casa con ellos.
Se calcula que en España, entre un 10% y un 15% de la población presenta algún tipo de discapacidad.
Por ejemplo, serian, por lo menos, unas 700.000 personas en el caso de Catalunya. Personas que, en muchos casos, siguen arrastrando el lastre de su etiqueta. No son Joan, Carla o Javier. Siguen siendo aquel chico ciego, aquella chica con autismo o aquel señor en silla de ruedas.
No entenderíamos que hablaran de nosotros en todo momento como el chico rubio, la señora de ojos negros o el señor que le gusta jugar al parchís. Nos sonaría como una simplificación de nuestra personalidad, como un desprecio hacia quienes somos realmente.
De acuerdo, hay que incidir en aspectos educativos o sociales a la hora de trabajar cada una de las discapacidades, pero hay que adaptar nuestro entorno, nuestra mentalidad y nuestras vidas de la misma forma como lo podemos hacer hacia un niño de dos años, hacia un abuelo de 90 o hacia un extranjero recién llegado que no entiende nuestro idioma.
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Pero volvamos a los números. Se calcula que en Catalunya puede haber unos 70.000 evangélicos, por lo que haciendo una de esas extrapolaciones tan simplistas como esclarecedoras, hay entre 7.000 y 10.500 personas con algún tipo de discapacidad, en las iglesias evangélicas de esta comunidad. ¿Seguro? ¿Están? Y si están, ¿tenemos en cuenta sus necesidades para facilitarles el acceso a la Palabra de Dios, ya sea contando con alguna Biblia de letra grande, la adaptación del contenido de escuela dominical a diferentes niveles, la eliminación de barreras arquitectónicas o, un reto ya mayor, contar con un grupo de voluntarios que preparen actividades para, por ejemplo, chicos y chicas con discapacidad intelectual, personas a las que Dios nos ha demostrado que quiere llegar sin hacer diferencias?
Estas diferencias las establecemos nosotros. ¿Verdad que nadie dudará que hay unas clases adaptadas a los niños? Es más, ¿verdad que habrá que diferenciar entre los niños de 5 años de los adolescentes? ¿Verdad que se llevarán a cabo actividades dirigidas a parejas, a jóvenes, a mujeres, a hombres, recién llegados, a catecúmenos? ¿Verdad que si no se hacen, se reclaman en base a la gran cantidad de gente que representa cada uno de estos grupos, con necesidades específicas? ¿Dónde están, pues, estas 7.000 personas?
Existe el riesgo de hacer demagogia con este discurso, de acuerdo, y de caer en un paternalismo no recomendable, de acuerdo también, pero que cada uno haga el cálculo en su propia iglesia, grande, mediana, pequeña, familiar, en crecimiento constante, no importa. Si dicen que cada barrio y cada ciudad es una réplica fiel de la sociedad, calcular el 10% de personas con discapacidad que debería formar parte de su comunidad es muy fácil. Seguro que la proporción de hombres y mujeres, de ancianos, de niños, de personas con estudios universitarios, de amas de casa, de jubilados, lo que sea, le cuadra. Y me atrevería a decir que en el caso de las discapacidades, en la mayoría de casos, no.
Volvamos, sin embargo, a la vida de Joni Eareckson. Su forma de tomar conciencia sobre el tema fue radical, sí, pero se lanzó a la lucha de promover ministerios en las iglesias para trabajar con personas con discapacidad.
Un ya lejano 1994, una participación suya en un congreso en Budapest sirvió para plantar la semilla de un ministerio dirigido a personas con discapacidad en España,
Mefi-boset, que ponemos como ejemplo de lo que se puede hacer.
Este ministerio nacía unos meses después y ya lleva 16 años trabajando de forma ininterrumpida. Con los años, han llegado a pasar más de una veintena de voluntarios y decenas de chicos y chicas, de hombres y mujeres (adultos, en la mayoría de casos) con discapacidad intelectual, un colectivo con unas barreras más complejas que una simple rampa o una puerta lo suficientemente ancha para facilitar el acceso de una silla de ruedas (aunque -y sí, estoy regañando- muchas iglesias, ni eso) o la adaptación de un par de himnarios o cancioneros con letra muy grande.
La sociedad ofrece escuelas especiales (podríamos debatir sobre su necesidad o no, o sobre qué entendemos por integración y por normalización, pero este sería otro tema), profesores de refuerzo en la escuela ordinaria, talleres ocupacionales, residencias o pisos tutelados.
Alguien dijo hace años en un artículo que contamos con iglesias discapacitadas en este capítulo, incapaces de entender del todo que hemos sido creados a imagen de Dios, y que ésta tiene que ver con quien no puede caminar, con quien no puede entender un mensaje de la misma manera, con quien no puede ver los power point con que ilustramos una predicación o con quien tiene dificultades de aprendizaje o de relacionarse con los demás.
Por desgracia, pues, Mefi-boset es casi un oasis. Contó con un grupo en Madrid y, actualmente, lo forman dos equipos de diez voluntarios cada uno en Barcelona y Terrassa (este apenas hace un año que existe y más centrado en niños y niñas), y asisten más de 20 personas.
En Barcelona (centrado en adultos), un sábado al mes y durante todo el día, se encuentran para alabar a Dios, cantar, orar, comer juntos, hacer actividades (talleres, manualidades y reflexiones en torno a un tema) y hacer salidas culturales o lúdicas. De forma trimestral, una parte del grupo pasa un fin de semana entero fuera de casa, un servicio que se dirige al propio crecimiento personal y espiritual de los chicos pero también a las familias, que pueden disponer de unas horas para centrarse más en otros hijos o en ellos mismos, ya que en muchos casos hablamos de padres mayores y que ya deberían estar ejerciendo de ancianos.
Dieciséis años después, Mefi-boset (era el nombre de, recordemos, un chico con una discapacidad física en sus pies, hijo de Jonatán, amigo de David, y que el rey invita a vivir en palacio como un hijo más) ha crecido, ha evolucionado , ha llevado a cabo actividades de sensibilización y ha abierto puertas físicas y mentales a decenas de personas, potenciando su dignidad, sus dones y capacidades (¡todo el mundo tiene!), la integridad (aunque necesitan más ayuda, cualquier persona con discapacidad intelectual debe tener la libertad para tomar decisiones, la libertad que da el Evangelio), la máxima independencia posible, integración (concepto que ya debería estar superado, pero no es así del todo) y espiritualidad, ya que todos somos especiales para Dios.
De hecho, Jesús fue el primero en acercarse en todo momento a quien sufría una discapacidad, pero (a pesar de llevar a cabo algunas sanaciones) haciendo siempre más énfasis en la curación espiritual que en la física.
Este artículo se corresponde a la serie que en unblog bajo el nombre de "Lausana" analiza y aplica el documento "Para el mundo al que servimos: La llamada a la acción de Ciudad del Cabo", elaborado en el tercer encuentro del Movimiento Lausana (realizado en 2010 en África del Sur, al que acudieron cuatro mil líderes evangélicos de todo el mundo, y que se celebra cada diez años aproximadamente).
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