Espacios plagados de vida. Ahí están, invadiendo el presente, llenándolo todo con espectros del ayer.
Los olores se mezclan en el aire, envuelven el ambiente con matices de recuerdos. El aroma conocido entrelaza el presente con el pasado y coteja los momentos de permanencia en el lugar que los acoge con aquellas escenas difuminadas por el tiempo.
Cada vez que visito la casa de mis padres, encuentro en el hogar de mi infancia un calor aromático que me cobija y da asilo en los momentos en que prescindiendo de prisas atravieso el umbral del que fue mi hogar y sin esfuerzo alguno, instantáneamente me siento acogida, cómoda, en un estado de calma.
Ese hogar me abraza con olores conocidos que me otorgan la oportunidad de viajar en el tiempo.
Cada rincón de esa casa es un rincón en mis recuerdos, como una gran ciudad llena de escondrijos.
Espacios plagados de vida. Ahí están, invadiendo el presente, llenándolo todo con espectros del ayer.
Hay rincones oscuros, regados por lágrimas, pertenecientes a etapas vividas que en cierta manera desearía olvidar.
Hay rincones soleados, inmersos en un gran resplandor, encalados de blanca luz, teñidos de algarabía.
Un inmenso mundo de recuerdos que evoco para sentir que el presente, a pesar de ser un espacio propicio para habitar, tuvo su origen en un ayer en el que se gestaba un futuro nebuloso e incógnito.
Atravesar la puerta del hogar de mis padres me sumerge en un espacio conocido en el que me siento cómoda, querida, siempre bienvenida.
Vuelvo a colorear mis mejillas con el arrebolado color de mi infancia y sentada a la mesa tomo un café con sabor único, especial, con ese regusto que sólo puedes disfrutar cuando tus labios rozan el borde de una taza por la que no ha pasado el tiempo.
Siempre encuentro mi hueco en esa casa, aunque hace muchos años que ya no vivo allí, sigue siendo un lugar al que necesito recurrir.
Nunca me he sentido visita, no soy una extraña que se acerca para otear, yo formo parte de todo lo allí vivido.
Atravesar la puerta de entrada me hace sentir protegida por dos seres octogenarios que son incapaces de permitir que nada ni nadie me haga daño.
Un hombre y una mujer que me conocen sobradamente y consiguen sin pretenderlo que aquella, su casa, siga siendo el hogar de todos los que ya no vivimos allí. Un lugar donde apaciguar los miedos, recostar la cabeza en un hombro longevo y sentir que en ese lugar, por mucho que pase el tiempo, siempre seré una niña.
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