Me animo a escribir porque hay cosas que no dejan de ser interesantes y deben ser conocidas aunque no encajen en el concepto tradicional de noticia.
A menudo me surgen experiencias de todo tipo debido a mi afortunada relación con tantas personas, con tantas historias que se van quedando en el tintero. Y me da pena que se desconozcan muchas de ellas.
Por ejemplo una relacionada con
alguien que aprecio enormemente y de manera entrañable, José de Segovia. Si ustedes leen su reseña biográfica verán “periodista, teólogo, pastor y escritor”. Pero eso es como decir que un amanecer es un sol que se pone y un cielo con colores. Muy simple y pobre para la realidad que supone.
Me escribe José hoy en uno de esos carteos por “emilio” (email): “Al ir ahora a comprar un libro en inglés para el cumpleaños de Lluvia (su hija, que estudia Filología inglesa),
me he vuelto a encontrar a Antonio Muñoz Molina en la librería Pasajes de Alonso Martínez”.
Muñoz Molina es uno de los escritores españoles contemporáneos más conocidos y premiados.
En aquel primer encuentro del pasado 9 de octubre le dedicó a José el libro suyo que había comprado poniendo: “a alguien que comparte mi amor a la Biblia“.
¿En qué consistió ese encuentro? ¿Fue un “asalto” de textos y versículos? El propio Muñoz Molina quedó tan impactado que
lo relató entonces en su blog personal. y que hoy quiero rescatar del olvido al que se quedaría condenado.
Y si ya es curioso que un intelectual conocido quede tan impresionado con un breve encuentro fortuito con un extraño como para contarlo, más aún es lo que cuenta.
Le pongo debajo, a continuación, el texto de Muñoz Molina, que tituló "Cada lector" (las negritas son mías).
CADA LECTOR
«Cada lector es un mundo. El libro con el que se acerca para que uno se lo firme es el mismo, uno de los mismos, que uno ha firmado ya para otras personas, pero al mezclarse con su vida, con su imaginación, con sus recuerdos, forma una aleación única, que yo sólo puedo intuir.
Ayer a mediodía iba por Alonso Martínez, después de haber resistido a la tentación de la librería Pasajes -por una vez no pasé del escaparate- y se me acerca con mucha educación a saludarme un hombre bastante alto, que me pregunta si me importa firmarle una novela mía que lleva en la cartera.
Le pregunto cómo se llama, a qué se dedica. Me dice con naturalidad que es teólogo, teólogo protestante. Viene de una de esas familias que tenía que vivir medio clandestinamente su fe en la brutal España católica de la dictadura. Le cuento que cuando yo era niño me hablaban con misterio de una familia de Úbeda que eran protestantes, y que yo imaginaba que serían gente muy rara, que viviría en una casa oscura. La Biblia que se leía en casa de este hombre era la traducida maravillosamente al castellano por Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina a finales del siglo XVI, la que estaba prohibida en España. A su padre, que era pastor, lo metían por cualquier motivo en la cárcel, le daban palizas. Y no puedo menos que pensar en una foto que estaba en la portada de los periódicos, la vicepresidenta del gobierno y la presidenta de la comunidad de Castilla-La Mancha asistiendo de mantilla a no sé qué canonización en el Vaticano: después de treinta y tantos años de democracia no hay manera de que se respete de manera tajante la aconfesionalidad del Estado.
Me despido de este hombre rápido y cordial, que tiene aire de cualquier cosa menos de teólogo, y en su bolso de costado lleva la novela que acabo de firmarle, la que leerá a la luz de una vida únicamente suya.»
Qué bueno saber estar, saber compartir. Y sobre todo, transmitir que se ama la Biblia sin tener ninguna “pinta de teólogo”. Porque ese es el problema, que a veces tenemos pinta de religiosos nada vez vernos, en lugar de llevar la fe insertada en el corazón y la cultura.
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