Los ángeles cuando mueren no van a ninguna parte. Permanecen. Les crecen alas y vuelan donde siempre han estado. En el cielo.
Esto le ha pasado a una niña,
Eva Victoria, a la que ayer martes 16 de octubre le salieron alas en el hospital La Paz de Madrid. Un ángel con seis meses de edad y dos graves intervenciones cardiacas ya a sus espaldas, por una severa cardiopatía congénita.
Miraba la vida con asombro, de ver que otros seres humanos se moviesen sin cables ni sondas a su alrededor. Sin ahogarse al más pequeño esfuerzo. Y sin embargo ella sonreía a menudo, mucho más que el resto.
La “culpa” de esto mucho tenía que ver con sus padres, Esteban y Manuela; que no se separaron de su lado en estos larguísimos 180 días y 180 noches.
Pidiendo permisos, agotando vacaciones y fuerzas (los dos trabajan, tienen esa suerte además de ser muy listos, preparados y responsables). Pero allí estaban,
full time, al lado de su primera y única hija.
Sin moverse de su lado. O bien en la UCI de Pediatría, o en los escasos periodos en los que estuvo ingresada en planta, o en ese pequeño mini paraíso familiar en el que -por unos cortísimos siete días- Eva Victoria conoció su auténtico hogar, su verdadera cuna, su habitación para ella sola con sus padres. Sin ruidos y voces extrañas, y luces que siempre se encienden y apagan a todas horas.
La foto que encabeza este artículo es una de las escasas y cortas salidas de toda la familia. Eso sí, siempre con máquinas a su alrededor (oxígeno, alimentación parenteral, medicación intravenosa especial, Esteban hizo un MIR acelerado), y sobre todo mucho, mucho, mucho cariño.
Ni Manuela ni Esteban se han quejado una sola vez. Al menos ante la gente. Con Dios habrán tenido –seguro- sus conversaciones. Pero han mantenido la fe, sabido que el Padre no les ha abandonado aún en medio del dolor más íntimo e inexplicable. Su familia siempre les ha apoyado. Su iglesia también. Y cientos, miles de personas en todo el mundo a través de cadenas de oración que pedían por ellos; y sobre todo por Eva Victoria.
No pudo ser. Ayer por la tarde seguían manteniendo la fe, pero destrozados con el certificado de defunción de su niña, la del corazón grande, enorme, que no le cabía en el pecho abierto y cerrado. La del alma generosa y risa fácil.
“Miocardiopatía congénita. Portadora de marcapasos. Miocardiopatía dilatada. Parada cardiaca”. Ese es el resumen y punto final médico de la historia.
Pero no es el resumen ni el punto final de Dios. Por eso estas líneas, que escribo llorando, de madrugada.
Esteban y Manuela, este martes, con lágrimas en los ojos, aseguraban en la sala de estar de la UCI de Pediatría de La Paz de Madrid que correrían de nuevo con ella, ya sin disnea ni taquicardias, sin cables ni cicatrices. Algún día, allá, en el cielo.
No es una argucia mental, ni unas palabras bonitas para sobrellevar la situación. Es la esperanza viva de quienes confían en Jesús. Y yo, junto a ellos, estoy convencido que les acompañaré, y también les veré felices como familia, y también podré abrazar de nuevo a Eva Victoria.
No habíamos publicado nada en Protestante Digital todo este tiempo, hay muchas historias como la de ella y no podemos dar espacio a cada una. Y de haberlo hecho con Eva Victoria habría sido usar esta revista en beneficio propio: tengo el privilegio de que
Manuela y Esteban están en mi iglesia (o yo en la suya, o mejor todos en la de Jesús). Por eso conozco tan de cerca y doy fe de cada detalle que les he relatado.
Pero ahora, no puedo dejar de escribir estas palabras en profundo homenaje a un ángel que por primera vez obtuvo sus alas. A unos padres que lo han dado todo y mucho más. A una familia de sangre y espiritual que han luchado junto a ellos latido a latido, cada cual en su medida.
Y a un Jesús que murió en una cruz, llevando la carga de Eva Victoria y la de nosotros; y que venció a la muerte para que fuese realidad el reencuentro. Porque la alegría y el dolor, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte pasan. Pero la eternidad permanece para siempre.
Manuela, Esteban, os queremos, os admiramos, os tenemos en nuestro corazón y oraciones. Algún día todos tendremos alas, aunque no seamos ángeles, y volaremos sin barreras.
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