La gente nunca sabe nada. La gente inventa e inventa para criticar y humillar, nunca para resaltar los valores de los demás. Si hubiese ido de riguroso luto la habrían desacreditado igual
“No juzguéis a nadie y Dios no os juzgarán a vosotros..." Lucas 6, 37
Acudió al velatorio de su padre vestida de rojo y violeta, maquillada, bien peinada y con tacones altos. Al verla llegar, los que se hallaban presentes acompañando al difunto cruzaron sus miradas cómplices y sus balanceos de cabeza con los que necesitaban justificar su ruindad. ¿Aquella mujer no sufría la pérdida? ¿No quería a su padre? ¿Tan alegre estaba que se presentó vestida de fiesta? ¡Ver para creer! No le quitaban ojo de encima.
Los tonos tan alegres no casaban con un momento tan triste, eso lo sabía ella, pero se encontraba tranquila mientras los demás se ponían cada vez más nerviosos y hacían toda clase de elucubraciones sobre su pasado, su aspecto actual y su futuro. Los conocía. Oía los cuchicheos y decidió no mirar a nadie, ni a nadie dar explicaciones.
La gente nunca sabe nada. La gente inventa e inventa para criticar y humillar, nunca para resaltar los valores de los demás. Si hubiese ido de riguroso luto la habrían desacreditado igual, alguna pega habrían encontrado en su atuendo, en su peinado, en sus posturas, en sus palabras. Conocía bien a los difamadores que allí se concentraban como buitres dispuestos a devorar al más débil en cualquier momento.
Se había criado entre ellos y tuvo que marcharse por la falta de comprensión recibida cuando, al llegar a la juventud, determinó pensar por sí sola sin tener que consultar con nadie. Vivía ahora en otra ciudad en la que apenas nadie la conocía.
La muerte de su padre le había afectado sobremanera. Se sentía rota. Él fue la persona que siempre estuvo a su lado, el ser más querido desde que tuvo uso de razón. Con él se confesaba y de él recibía tanto amor como supo entregarle.
Después de ese tiempo de ausencia, volver a su pueblo la incomodaba. Su boca estaba seca. Con cada respiración retornaba el antiguo pellizco en el estómago que le encorvaba la espalda.
No se llevó sorpresa alguna. Todo seguía igual. Los pocos derechos aceptados y los muchos deberes estaban fuertemente consolidados. Los buitres continuaban comiéndose a los más flacos. Tristemente, los débiles tenían bien asumido que vivían para ser la carne fresca de las rapaces. Así estaba establecido y así de inmutable era la norma.
Sólo su padre la había comprendido siempre, la había amado y la había impulsado a volar más alto, a salir de aquel ambiente. Por eso quiso presentarse ataviada de esa manera, porque era la mejor, porque su padre le aconsejó, una vez más, ser rebelde cuando llegara el momento de la despedida. Era criticada y ninguno sabía que aquellas prendas fueron los últimos obsequios que el difundo le había regalado y ella los lucía en su honor.
Nadie sabe de las guerras de nadie, ni de las presiones que nadie vive, ni de los motivos o razones por las que las personas actúan de una u otra manera, deciden tal o cual opción. Nadie tiene derecho a condenar, pues nadie puede mirarse en el mismo espejo en el que se mira el prójimo.
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