Detengámonos para otear el ayer y sentir como a través de los días Dios ha ido transformando nuestras vidas.
En una pequeña aldea vivía un mendigo muy conocido por todos sus habitantes, por su asombrosa capacidad para dar consejos y ayudar a las personas. El mendigo, sólo pedía la voluntad por ofrecer sus sabias palabras a los habitantes del pueblo. Tal llegó a ser su fama que el Rey, sorprendido por lo que le contaban, decidió visitarlo y pedirle consejo. Tras visitarle, el Rey quedó muy satisfecho con los consejos del mendigo y le pidió que le acompañase al palacio para que pudiese ayudarle en las tareas del día a día. El mendigo accedió y se marchó a vivir a un suntuoso palacio.
Cada día que pasaba, el Rey se mostraba más satisfecho con la ayuda del mendigo hasta que decidió prescindir de todos sus consejeros.
Uno de estos consejeros, resentido por la decisión del Rey, decidió espiar al mendigo para descubrir de donde venía su capacidad para aconsejar tan sabiamente. Para su sorpresa descubrió que el mendigo abandonaba el palacio al atardecer y volvía a él antes de que amaneciese.
Un buen día decidió seguirle para ver qué hacía durante esas horas que se ausentaba del palacio. Sorprendido vio como el mendigo se dirigía al anochecer a una cabaña que se encontraba a las afueras del palacio. Ahí, el mendigo se despojaba de sus ricos ropajes y se volvía a poner sus antiguos harapos. Luego se acostaba en el suelo sobre un lecho de paja. Por la mañana, el mendigo se volvía a poner sus ricas vestimentas y volvía a palacio.
El consejero se dirigió al mendigo y le preguntó:
“Mendigo, cuál es el motivo por el que te despojas de tus ropas para volver a ponerte tus harapos y duermes sobre el duro suelo pudiendo dormir sobre un lecho cómodo en el palacio”.
“Muy sencillo”, le contestó el mendigo. “Para no olvidarme nunca del lugar de donde vengo”.
Oídme, los que seguís la justicia, los que buscáis a Jehová. Mirad la piedra de donde fuisteis cortados y al hueco de la cantera de donde fuisteis arrancados. Is:51-1
Volver la mirada atrás con demasiada frecuencia conlleva el peligro de quedar preso del pasado.
Recordar el ayer con dolorosa nostalgia es arriesgado ya que si no logras mitigar ese sentimiento de nostalgia acabarás convertido en una estatua de sal.
Sin embargo evocar el lugar del que fuimos rescatados, ese momento teñido de angustia del que Jesús nos rescató, hace que no olvidemos lo beneficioso que es vivir bajo las sombra de sus alas. Nos hace seres agradecidos que recuerdan con gratitud las misericordias del Padre.
Nos acostumbramos con suma facilidad a recibir las bendiciones, a ser atendidos amorosamente por el autor del amor. Nos dejamos caer en sus brazos y sentimos como Él tiene cuidado de nosotros, y es tanta la fuerza de la costumbre, que neciamente cometemos el error de creernos merecedores de todo cuanto recibimos. Por ello debemos volver a la cantera donde fuimos arrancados, ver ese lugar de donde Él nos sacó, sólo así seremos conscientes de que estamos donde estamos y somos lo que somos porque el Padre sigue siendo fiel.
Volver a nuestros orígenes, recordar quiénes éramos antes de tener ese encuentro que transformó nuestras vidas, detenernos para otear el ayer y sentir como a través de los días Dios ha ido transformando nuestras vidas proclives al pecado en existencias donde habita el deseo de ser más parecidos a Cristo. No podemos no debemos olvidar nunca el lugar de dónde venimos.
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