La restauración es solo posible porque Dios tiene misericordia de su pueblo.
Que las cosas de aquí abajo están sujetas a la ley de la decadencia es una realidad incuestionable. La misma ciencia nos lo enseña de forma fehaciente, habiendo acuñado el término de entropía para describir el principio de degradación de la energía en el universo, por el cual las formas aprovechables de energía se convierten en formas inaprovechables. Es debido a ese principio decadente por lo que tenemos el acuciante problema de hallar formas alternativas de energía, que nos permitan ir supliendo la necesidad para que nuestro sistema de vida pueda continuar funcionando. A su vez, cuando esas formas alternativas de energía se degraden, convirtiéndose en inaprovechables, será preciso buscar otras, en un inacabable proceso de hallazgo de nuevos tipos de energía, proceso que tendrá su fin cuando ya no quede ninguna porque se haya producido la muerte térmica del universo. Y es que aquel axioma que aprendimos en la escuela de que ‘la energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma’ va complementado por otro, que afirma que esa transformación es siempre degradante, siendo esa tendencia de lo elevado a lo bajo, de ir de más a menos, universal, es decir, se trata de una ley que se da en todo momento y en todas partes del universo. En la Tierra y en la galaxia Andrómeda. Cuando vivía Abraham y ahora que vivimos nosotros.
Pero no solamente en el ámbito de las cosas inanimadas hay una tendencia a lo decadente; también existe en la esfera humana. Ya sea en el terreno de lo personal, familiar o social, de lo físico o de lo anímico, hay que estar luchando continuamente para que ese proceso de degradación no nos lleve cuesta abajo hasta terminar en el caos y la destrucción.
De esta ley de la decadencia no está exento tampoco el pueblo de Dios. Uno de los fenómenos recurrentes en su experiencia es la propensión a corromperse, de lo cual hay abundantes testimonios en el Antiguo Testamento, que en sus páginas muestra que la inclinación hacia formas perversas de adoración y creencia fue una constante repetitiva. Que esa predisposición no es exclusiva del Antiguo Testamento se constata en el Nuevo, donde de las siete iglesias representadas en Apocalipsis, cinco muestran graves síntomas de decaimiento.
Cuando nos salimos de las páginas de la Biblia y entramos en el terreno de la historia posterior, se descubre el mismo movimiento descendente repetitivo. Esa fue una de las razones que ocasionaron la Reforma, de la que ahora conmemoramos su 500 aniversario. Sin embargo, al considerar la situación actual en los países que fueron cuna y motor de la Reforma, el panorama que contemplamos es alarmante. Hace unos días visité Edimburgo, la capital de Escocia, donde John Knox se batió el cobre para implantar el presbiterianismo, enfrentándose a la católica reina María Estuardo. Finalmente Knox triunfó sobre María. Hoy en la Royal Mile, la calle principal de la ciudad, la magnífica iglesia presbiteriana de St. John, con su espectacular torre de aguja, está convertida en restaurante, cafetería y centro de actividades culturales y de ocio. Por fuera es una iglesia, por dentro es otra cosa. Todo un ejemplo de la decadencia espiritual del protestantismo europeo, vencido no por el catolicismo sino por el secularismo, o sea, por el mundo.
Hace 2.700 años el profeta Isaías anunció el izamiento de una determinada bandera con estas palabras:
‘Así dijo el Señor Dios: he aquí, yo tenderé mi mano a las naciones, y a los pueblos levantaré mi bandera; y traerán en brazos a tus hijos y tus hijas serán traídas en hombros.’i
El anuncio predice que las advertencias del capítulo 28 de Deuteronomio se cumplirían, en el sentido de que la desobediencia provocaría la derrota, humillación, vergüenza y destierro del pueblo de Dios, que tocaría fondo en su proceso de decaimiento. Pero Dios anuncia el levantamiento de una bandera, a la que se puede llamar la bandera de la restauración. Es una bandera que es expresión de la gracia de Dios, una gracia a la que podemos denominar gracia añadida, porque se trata de una adición a la primera gracia salvadora que Dios proveyó cuando los libró de la esclavitud. Esta bandera de la restauración es la prueba de que dejados a nuestras propias fuerzas nos venimos abajo, pero que la restauración es solo posible porque Dios tiene misericordia de su pueblo.
En los días que vivimos necesitamos acogernos a esa bandera, dado que la difusión de falsas doctrinas, de acomodación al pensamiento secular y de tibieza y flojera espiritual, está provocando el hundimiento masivo en muchos que un día profesaron la fe y hoy están sumidos en la decadencia total. La bandera de la restauración es la solución única a todos esos males.
i Isaías 49:22
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