No sé cómo sentirme. No alcanzo a comprender la magnitud de lo que estoy presenciando.
Creo que Moria es algo que no se puede prever de ninguna manera. Quizás por ello muchos de los momentos que se viven en el interior del campo me han parecido, como poco, inesperados. Me he dado cuenta que la construcción de esa realidad que había llegado hasta nosotros a través de las televisiones, las radios y las crónicas es algo postizo en su gran parte. Allí no hay lugar para el dramatismo al que estamos acostumbrados a recurrir para ornamentar historias a nuestra elección. Al contrario. Todo se ve superado por una caótica pero a la vez marcada rutina. Lo que no quiere decir que las personas se olviden de su sufrimiento y no hablen de ello, pero lo transmiten sin la solemnidad de un grupo de comunicación que se debe a un lector maleducado en un interés, sobretodo, voyeur.
No sólo de pan vivirá el hombre. Cierto. Pero en Moria es el reparto de alimentos el que marca el orden de la jornada. A las ocho el desayuno. Un cruasán, un melocotón y una botella de agua de litro y medio por persona. El agua es para todo el día. Sin duda este es el momento más crítico. Todo el mundo está hambriento y sediento y supone un esfuerzo gestionar la espera. Especialmente la de los hombres solos. En tres ocasiones pude ver cómo 'reventaban' la fila. Algunos comenzaban a colarse, de tal manera que el resto empezaba a gritar y a ponerse cada vez más nervioso. Hasta el momento en el que todos echaban a correr hacia las mesas donde estaba la comida. Los que llegan antes cogen todo lo que pueden. Tiran la mesa al suelo, sin planearlo, y los que vienen detrás se tienen que agachar a coger la fruta del suelo. El catering recoge rápido las cajas en la furgoneta, en señal de castigo. Hay comida para todo el mundo. La policía grita desde una distancia preventiva y se cruza de brazos. La dialéctica murió en la antigua Grecia y esta es la moderna. Y en unos instantes la cola de la carrera ha desaparecido con la comida que permanecía en la mesa y las filas empiezan a disolverse. Después, algunos lo intentan en la cola de las familias pero sin éxito. Se controla por identificaciones.
La comida, a la una, y la cena, a las ocho, son más tranquilas y marcan un antes y un después. En el caso de la primera, porque supone una frontera entre el ajetreo de las mañanas, cuando la gente va al médico o a intentar arreglar sus papeles, y el descanso de la tarde. Después de las cenas algunos jóvenes improvisan unas porterías y comienzan un partidillo. Resulta gracioso porque son grandes y el campo muy pequeño, lo que les permite plantarse en el área rival con dos pasos. Pero sonríen con sinceridad y contagian su entusiasmo. Siempre y cuando no se te ocurra meterte en medio.
Los niños acaparan el resto del día, porque ya no hay más horarios. El equivalente de la siesta es una película infantil. Un momento de paz, a veces truncada, y contención. Lo digo porque no se sabe cómo será el resto del día. Si habrá columpios, dibujos, piedras o peleas. Pero entre media de todas esas sorpresas imprevistas van apareciendo como interferencias algunos adultos. En estas, he podido convertirme en un pésimo profesor de castellano para un periodista de Baluchistán que sueña con venir aquí y al que le encanta repicar noticias. También he sido el profesor de inglés más horrible del mundo con Rashid, de Marruecos. Y como dar es recibir y viceversa, también he aprendido cuatro cosas en árabe con Fadhi, que no pronuncia bien la ‘r’, y farsi con Ali Reza, un niño de diez años encantador y cariñoso. Ahora sé que se puede mantener una conversación repitiendo siempre las mismas afirmaciones o preguntas. Las palabras son sólo el envoltorio de los significados, que bailan en función de la necesidad del momento.
Pero no todo son clases. Recuerdo más nítidamente tres momentos con los que acabo. Un viejo serio y gruñón con los niños que, después de toda una semana mirándonos sin intercambiar palabra, se acerca a mí con una toalla blanca y me pide un cúter. Se lo doy y me echa la toalla en las manos para que se la aguante mientras él la corta en dos mitades. Otro día se rompió una tubería de la caravana y comenzó a salir agua. Mientras le pedíamos a la policía que cerrase la llave los niños hicieron un círculo alrededor y algunos querían ayudar. Otro me preguntó que si podía beber del agua sucia del cubo. Alguien me enseña el vídeo de la travesía por mar de una familia que suele acudir a la carpa. Nunca podré olvidar la cara de la hermana mayor, mirando asustada de un lado a otro para ver a los guardacostas mientras se agarra a su chaleco naranja. Como esos que ponemos en las calles para protestar contra las acciones de los gobiernos. Es una barca pequeña pero hay cerca de treinta personas. Algunos adultos aplauden y sonríen para disimular la sensación de miedo a los más pequeños, según nos explicaron. Incluso se ve una cachimba en medio. Ahora veo a la niña en cuestión dibujando o jugando a las palmas en la carpa. Y no sé cómo sentirme. No alcanzo a comprender la magnitud de lo que estoy presenciando.
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