La fe ha de mostrarse con la propia vida, no obligando a extraños a comulgar con nuestras maneras.
Cuando los que compartimos la misma fe invitamos a personas que consideramos no creyentes —¡ojo!, su estado interior sólo lo conoce Dios— a actos convenidos y aceptan, suelen sentirse perturbados al verse obligados a participar de la idiosincrasia que nos caracteriza.
Para nosotros es normal alzar la voz en oración, cantar, bailar, agarrar de la mano a un desconocido ya sea del mismo o diferente sexo, levantar los brazos, dar voces de júbilo. Pero si se trata de un evento preparado para que asistan los que no son de la misma confesión, eso de constituirse parte de lo nuestro les provoca tal estrés que no desean volver a probar. Por cierto, tampoco les agrada que se les cuente al entrar y al salir del sitio. Para quienes no lo sepan todavía, este es uno de los motivos principales por los que los amigos y conocidos de fuera de la iglesia, además de no querer acompañarnos, nos huyen. Les doy la razón a todos ellos.
De ahí viene que la vez que nos dan el gusto, ya sea por cariño, respeto o compasión —a veces suelen ser más compasivos que nosotros, menos obsesivos, más pacientes y menos rencorosos—, aceptan la invitación y acuden al reclamo, no repitan más y pongan pies en polvorosa con cualquier excusa para no verse metidos en nada que se le parezca. En realidad no están obligados a compartir lo que tanto deseamos. Somos nosotros los que debemos procurar que no se sientan molestos pues, en ocasiones, se les invita sin advertirles siquiera del tema en cuestión, o se les disfraza. Esto hace que sientan que han caído en una trampa. ¿Necesita el evangelio camuflarse en trampa? Lo convertimos en un proyecto humano.
No vale disculparse y decir que otras confesiones actúan así. Hay ejemplos que no hemos de copiar. Excusarse diciendo que no hay que ocultar la fe es una falacia. La fe ha de mostrarse con la propia vida, no obligando a extraños a comulgar con nuestras maneras, porque son las nuestras, no las suyas.
Alejamos a las personas y además las enfadamos. El efecto final no es dar buen testimonio sino todo lo contrario. La forma de presionar e incomodar, de sentirnos con la fuerza suficiente de poder cambiar sus vidas no es más que falta de respeto y orgullo espiritual, orgullo del más gordo.
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