Castelar tiene razón: catolicismo y protestantismo han conducido históricamente hacia caminos divergentes: el primero hacia el pensamiento único y el absolutismo, y el segundo hacia la diversidad y las libertades democráticas.
El artículo de María Elvira Roca “Martín Lutero: mitos y realidades” me trajo a la memoria el conocido grabado de Huijeh Allard, de 1562, “El peso de la Biblia”. En él se ve una balanza; a un lado aportan su peso una tiara, una llave, un relicario y un libro, un monje empuja con afán de ese platillo y un fraile se ha subido encima para darle más peso; la alta curia hace votos para que la balanza se incline de ese lado. Al otro lado Lutero, Calvino y otros protestantes contemplan la escena confiados sin hacer el mínimo gesto para defender y bajar el platillo de su lado; ese platillo contiene algo que pesa más que todo lo demás: una solitaria Biblia.
No voy a comparar a Lutero con la Biblia, pero su figura tampoco necesita ser ansiosamente defendida; no necesitamos empujar con ansia su platillo: los efectos de su obra al cabo de quinientos años le colocan en su sitio, en palabras de Apocalipisis 14.13 “sus obras siguen con él”.
No pasa nada por descubrir incongruencias y debilidades en la persona de Lutero, porque el único infalible es Dios y debajo de él todos somos limitados y portamos inconsecuencias; Lutero no fue ni quiso ser “Su Santidad”, como lo fue, por ejemplo, el papa Gregorio XIII, que mandó acuñar gozosa medalla conmemorativa al saber del genocidio de la matanza de S. Bartolomé. Lutero fue un ser humano, ni más ni menos, como usted y como yo, lo cual le hizo más grande; desde su limitada humanidad, con sus debilidades, hizo entrar al mundo en una nueva era.
Se puede hacer un análisis de la historia quedándose en la casuística, y siempre será fácil encontrar elementos puntuales que apoyen nuestros presupuestos, y ciertamente siempre nos podrán replicar con más casuística; pero si queremos tener una visión constructiva de la historia, que nos aporte enseñanzas para el presente, deberemos observarla con otra perspectiva: revisando los caminos que cada movimiento abre, no quedándose en las curvas de corto alcance, sino observando la dirección final hacia donde nos dirige.
La mejor forma de analizar la contribución de Lutero a la historia no es usando la casuística en beneficio propio, sino analizando las líneas generales de desarrollo, las tendencias y las consecuencias: “por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7.16). Y, desde este tipo de análisis, Castelar tiene razón: el catolicismo y el protestantismo han conducido históricamente hacia caminos divergentes: el primero hacia el pensamiento único y el absolutismo, y el segundo hacia la diversidad y las libertades democráticas.
La divergencia persiste hoy en día, cuando ya las sociedades europeas son en buena parte post-cristianas: los países de cultura protestante muestran índices medibles de desarrollo socio-político bien diferentes de los de los países culturalmente católicos.
La madre de Rembrandt aparece representada en un cuadro de Gerrit Dou y describe la definitiva revolución que supuso la obra de Lutero, el Post tenebras, lux: en ese cuadro una mujer está leyendo; una mujer está leyendo sola, por sí misma; una mujer está leyendo sola, por sí misma, la Biblia. Ese cuadro era definitivamente imposible en la España del s. XVII, en la que las mujeres y el resto de la población eran tutelados y no podían ni debían leer, y mucho menos la Biblia.
Como muestro en mi tesis doctoral sobre el protestantismo en Galicia, los efectos liberadores de la Reforma han persistido en todo lugar por siglos, y así encontramos otra vez en la Galicia rural del siglo XX a un cura escandalizado de que una aldeana, convertida al protestantismo, se atreva a discutir con él con la Biblia en la mano. Un prócer como Menéndez Pelayo descalificaba así en pleno 1882 a las protestantes españolas del siglo XVI: “… tomaron partido por los innovadores y comenzaron a esparcir secretamente la mala semilla. Era grande a la sazón el número de beatas iluminadas, latiniparlas, bachilleras y marisabidillas que olvidaban la rueca por la teología”. El cuadro de la madre de Rembrandt seguía siendo imposible en la España del siglo XIX.
Lutero puso la Biblia en las manos de esas mujeres y de todas las demás personas de a pie; así rompió las tutelas religiosas y desde ahí empezaron a liquidarse las demás tutelas; aunque sólo hubiese hecho eso, habría pasado a la historia como el gran transformador, porque detrás vinieron las libertades –sí, las que Lutero apoyó y las que no comprendió y rechazó–, la apertura de mente, la liberación de los límites al avance científico, el desarrollo económico, etc.
Con la Reforma surgió una nueva forma de ver el mundo que ha transformado radicalmente pueblos y culturas de forma continuada hasta hoy mismo. Como nos recuerda Max Weber, los países donde prendió la Reforma en el s. XVI tenían un nivel de desarrollo económico y cultural claramente inferior al de los países del sur de Europa, pero en poco tiempo la situación se invirtió; sin duda se pueden aducir razones de todo tipo, pero es evidente que el impulso transformador de la Reforma estuvo detrás de esos cambios tan profundos; sus efectos persisten hoy en día, y sólo tenemos que mirar al mapa.
Como consecuencia de la Reforma, en 1536 se estableció en Ginebra la educación universal (para ambos sexos), obligatoria y gratuita, algo que en España tardaría siglos en conseguirse. Desde Lutero, los niveles de analfabetismo se redujeron drásticamente en la Europa protestante y esto supuso profundos cambios: el paradigma de la madre de Rembrandt leyendo la Biblia sin tutela laminó las bases del absolutismo e impulsó el desarrollo humano, cultural, social, político y económico con frutos que persisten hasta hoy.
No hay que ser un experto en historia política para admitir que los avances sociales se iniciaron y profundizaron con siglos de antelación en el mundo protestante a raíz del movimiento de Lutero: la primera constitución democrática fue la de los EEUU; la separación iglesias-estado fue definida por el protestante Roger Williams; fue en países protestantes en donde primero se estableció el derecho a voto de las mujeres y la abolición de la esclavitud y en donde aparecieron, con apoyo religioso, los primeros sindicatos. Son sólo algunos ejemplos que evidencian que Lutero, con su limitada humanidad, fue origen y motor de un movimiento que ha cambiado el mundo para siempre.
Es ciertamente valeroso comparar la actitud de los Reyes Católicos con la de Lutero en cuanto a la libertad religiosa; esta se reconoció en España hace sólo unas décadas, pero existe en países protestantes desde hace mucho tiempo.
Es cierto que los luteranos persiguieron a otras denominaciones, como atinadamente señala la Sra. Roca, pero la libertad religiosa estaba en el germen del protestantismo, en el sacerdocio universal de los creyentes reclamado por Lutero, y no tardaría en desarrollarse: los protestantes la establecieron en sus países asentándola en los fundamentos de su propia identidad religiosa, mientras que en los países católicos se conquistó luchando contra la dogmática católica y por iniciativa de las minorías protestantes y anticlericales.
El clero católico español del siglo XIX tenía la desfachatez de reclamar libertad religiosa en otros países, mientras la negaba en España con el argumento tridentino de que “la herejía no tiene derechos”, un argumento que hoy volvemos a escuchar en los regímenes islámicos.
Es poco consistente aducir que el cuius regio eius religio fue establecido por los luteranos como un mecanismo para imponer el protestantismo en sus territorios; lo cierto es que fue una fórmula de consenso negociado frente a la pretensión inicial de imponer obligatoriamente el catolicismo en todos los territorios del Imperio. El protestantismo, en todo caso, creció de abajo arriba y en muchas ciudades libres se estableció por democrática decisión de sus consistorios.
Otra vez debemos echar mano de la evolución histórica para comprobar que la pluralidad religiosa se reconoció de forma natural mucho antes en países protestantes: Federico II de Prusia no sólo permitió la convivencia con los católicos, sino que les financió la construcción de su catedral en Berlín en 1773; la primera enmienda a la Constitución de los EEUU estableció que “el Congreso no producirá ninguna ley que tenga que ver con el establecimiento de una religión, ni con la prohibición de la libre práctica de la misma, ni con la limitación de la libertad de expresión, ni el derecho a la pacífica reunión”, una enmienda redactada desde valores religiosos y un claro ejemplo de cómo estos tienen inmediatas consecuencias en las libertades civiles. Estos criterios tardarían siglos en asentarse en países de cultura católica como España.
Aducir que la Reforma incluyó elementos políticos para nada limita su valor liberador: no hay duda de que cuando se rompen las limitaciones para pensar el proceso no se puede parar ahí, y surgen inevitablemente tendencias liberadoras en todos los campos de la actividad humana, y eso incluye la política. Ni el mismo Lutero fue capaz de percibir las definitivas consecuencias que su movimiento tuvo en las relaciones políticas, y eso explica sus dudas y su posterior condena de la Revolución de los Campesinos, que se levantaron al descubrir con la Reforma que “Cristo nos hizo libres y queremos ser libres”. Podemos así deplorar las limitaciones de Lutero para comprender cuántas ataduras estaba soltando con su propio movimiento, pero eso no reduce para nada el valor liberador de la Reforma que él inició.
Es reprobable la frase de Lutero sobre los judíos, pero no es distintiva de él: no hay diferencia alguna con las palabras y los hechos de los dirigentes y la población de su tiempo; la única diferencia es que no fue un tema fundamental de su mensaje. El hecho de que Hitler usase interesadamente la figura de Lutero tiene el mismo valor que la utilización que hizo del mismo Lutero el régimen comunista de la RDA, que, en efecto, celebró con mayor entusiasmo que la otra Alemania el centenario del nacimiento de Lutero (recuerden la película Ich stehe hier). Sería poco sabio valorar a Lutero por las manipulaciones que de su figura hicieron Hitler o Hoenecker.
La Sra. Roca no ha sabido comprender que en la mentalidad protestante la unidad se construye desde la aceptación de la diversidad y el respeto a la libertad, no se impone con la homogeneización y el sometimiento de las disidencias. Es cierto: la autonomía de los territorios alemanes se mantuvo por siglos (por cierto, Italia tampoco se unificó hasta el siglo XIX), y eso no impidió su concertación para empresas comunes; Lutero se empeñó en señalar esos elementos libremente compartidos, como el idioma alemán, que normativizó con su traducción de la Biblia. El protestantismo promueve la autonomía de las personas y los pueblos, respeta la diversidad y construye la unidad desde lo comúnmente compartido; esta mentalidad explica la insistencia de los protestantes en el pacto como mecanismo de definición de la voluntad popular, y tiene consecuencias políticas, como la promoción de las federaciones.
En un país de cultura católica como España es difícil comprender, por tanto, la existencia de numerosas denominaciones protestantes, y no entra en la cabeza que desde esa diversidad se pueda construir la unidad en libertad; si España hubiese conocido la Reforma, le habría sido más fácil aprender a construir la unidad por la concertación, en vez de hacerlo por la imposición.
La Sra. Roca descalifica personalmente a Lutero siguiendo la mejor tradición tridentina, con infundios y manipulaciones. Es profundamente injusto decir que Lutero se dedicó a vivir en el lujo: Catalina y él acogían en su casa, además de a sus seis hijos, a varias sobrinas, once huérfanos, algunos estudiantes y varios pobres; a cualquier persona distinguida que iba a visitar a Lutero se le recomendaba que no aceptase de ninguna manera posar en su casa, porque allí no había quien descansase; es en ese entorno en donde se recogieron sus famosas “charlas de sobremesa”.
Los pastores jamás se convirtieron en la clase sacerdotal católica mediadora; con la recuperación del sacerdocio universal, el culto dejó de hacerse de espaldas al pueblo y se desarrolló en las lenguas vernáculas, con toda la congregación como protagonista. En algunas denominaciones protestantes los pastores pasaron pronto a ser elegidos democráticamente por la comunidad de creyentes y a rendir cuentas ante ellos.
Nos negamos, por nuestra parte, a hacer una “vida de santos” de Lutero, pero es injusto desconocer su portentosa talla como profesor, teólogo, músico, escritor, lingüista… Sólo señalaremos una pequeña muestra de su valor recordando el episodio de la dieta de Worms; allí había acudido convencido de que lo matarían, y sin embargo se plantó ante los máximos poderes políticos y religiosos y proclamó: “Mi conciencia está ligada a la Palabra de Dios […] no quiero ni puedo retractarme. Aquí estoy”. Al salir el pueblo le aclamaba, pero una hilera de soldados españoles le hizo el paseíllo gritándole; Lutero no les entendió porque se desgañitaban en español: “¡A la hoguera!”. Ese día España y Alemania iniciaron caminos divergentes; el final lo conocemos.
Todo lo dicho tiene aplicaciones relevantes para hoy: cuando algunos católicos reclaman con toda justicia derecho a la discrepancia y libertad de expresión, arrastran una pesada carga histórica de déficit de autoridad moral porque lo que hoy rechazan es lo que sus antecesores practicaron y enseñaron. Y, paradójicamente, esa tendencia a la imposición del pensamiento único y la exclusión del hereje la han absorbido ahora muchos laicistas desde un pasado tridentino que les ha contaminado igual que al resto de la población; muchos tics autoritarios actuales (de la izquierda y de la derecha) tienen su raíz en la mentalidad tridentina que niega derechos a los disidentes y ningunea a las minorías, una mentalidad de la que no han podido desembarazarse porque ni siquiera han sabido verla afincada en su propia mente y corazón.
España necesita algo más que cambios políticos o sociales: necesita un cambio colectivo de mentalidad, un proceso que no será corto, pero debe ser decidido; España debe incorporar su corazón colectivo a la Europa de las libertades, y para hacerlo le será útil poner sus ojos en la Reforma protestante a la que por siglos ha sido ajena.
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