A propósito del VIII Congreso Evangélico Español: una reflexión en voz alta. Quizás ya va siendo hora de que busquemos de nuevo nuestras raíces y tratemos de ser “movimiento de Jesús” que leuda la masa de nuestro mundo.
Hace apenas unos días que se ha clausurado el VIII Congreso Evangélico Español, y no he dejado de pensar y repensar en diferentes aspectos del mismo. Incluso he leído ya algunos comentarios, positivos y negativos, para todos los gustos, y algunos, en mi opinión, muy desafortunados.
Yo no voy a entrar en analizar los pormenores del VIII Congreso, es pronto, ni a valorar su desarrollo y contenidos, incluidas las ponencias del pre congreso, que se deberían de haber debatido. Seguro que todo se podría haber mejorado, pues siempre todo es susceptible de hacerse mejor, pero en general podemos decir que fue un buen congreso y con contenidos, también en general, aceptables.
Otra cosa es a donde nos llevará el trabajo realizado y si tendrá algún efecto en el pueblo evangélico español, pues un congreso precisa de una puesta en marcha de acciones pos congresuales que efectivamente dinamicen los resultados y propuestas resultantes del mismo.
A decir verdad, nunca, en ningún congreso evangélico español de los que he asistido, he visto que eso se haga. Simplemente termina, se apaga la luz y cada uno a su casa.
Mi reflexión en esta ocasión tiene que ver con la mesa en la que yo estaba compartiendo las sesiones y mis percepciones en torno a ella.
En mi mesa éramos personas, hombres y mujeres, de diferentes iglesias, a saber: Pentecostales de tres denominaciones (AADD; Iglesia de Dios y Cuadrangular); Asamblea de Hermanos (por cierto, una mujer); Bautistas de dos denominaciones (FIEIDE y UEBE). Esto en sí me es natural. Quienes me conocen saben bien que mi experiencia de vida ministerial se ha desarrollado desde Sociedad Bíblica siempre en la encrucijada de la diversidad confesional. Esto lejos de crearme conflicto me ha enriquecido, aún y desde mis propias convicciones confesionales.
Y es que la diversidad de colores, formas y contenidos, siempre es una oportunidad de ganar experiencias y transformación. La diversidad nos hace, o nos debería de hacer, más abiertos y comprensivos a la vez que más críticos con lo propio y todo para crecer como personas, no solo en el entorno “evangélico”, sino de un modo más amplio en el contexto social en el que estemos, en una sociedad cada vez más diversa, más plural, y menos uniforme.
Pero, volviendo a la mesa. Hablamos de todos los temas propuestos y siempre llegábamos a momentos de convergencia y acuerdo, incluso en la crítica “ad intra” de nuestro protestantismo. En la discusión, una cosa era evidente: en medio de la diversidad teológica primaba la unidad de la espiritualidad. Y aquí viene mi observación: la espiritualidad nos une, la teología nos separa. Y es que, la “espiritualidad,” entendida esta como los anhelos y experiencia de relación con Dios desde nuestro sentido de trascendencia, nos une a todos, mientras que nuestras “teologías”, entendidas estas como la verbalización y sistematización de nuestra experiencia de fe a la luz da la Biblia, nos separan.
En realidad, ni lo uno ni lo otro es malo en sí mismo, excepto cuando se absolutiza lo propio como lo auténtico y verdadero. Incluso esa espiritualidad que nos une, por supuesto hay diversas formas de enfocarla y especialmente de expresarla, que hacen que nos sintamos más a gusto con una u otra.
Ahí, en la expresión externa, cada uno buscará dónde y cómo encontrar hacerlo habitualmente, si en un contexto de adoración y alabanza con música contemporánea; en un culto tradicional con himnos; o si en el silencio de la meditación “monástica” por poner tres ejemplos. Pero esto en el fondo no nos separa.
Por decirlo de un modo más evidente en mi propia tradición eclesial, hay diversos estilos y manifestaciones de la expresión de la espiritualidad. La espiritualidad, en último término, nos llevará a lo que también surgió en la mesa de trabajo: a la colaboración en el servicio y el amor al prójimo; a la acción conjunta por el testimonio del Reino de Dios.
Nuestras teologías en cambio, cuando se absolutizan, como veo recientemente en algunos sectores “evangélicos”, nos separan. Y es que no se puede ni se debe de ser tan categóricos en lo que a la interpretación particular de las Escrituras se refiere por parte de cada confesión y/o denominación. Máxime porque esa misma diversidad teológica la encontramos en los propios escritos de la Biblia y no deberíamos de tratar de armonizarlos sino de comprenderlos en su propio contexto.
Los dogmas son proclives a ser absolutizados y crean “religión” y una letra que mata, mientras que el espíritu vivifica. Jesús no estableció “dogmas” sino que con su vida toda, sus palabras y obras, su muerte y resurrección, inició un movimiento de personas que debían de encarnar el Reino de Dios en sus vidas. Él mismo era presencia y anuncio del Reino de Dios, como decía Orígenes, Jesús era “autobasileia”.
Quizás ya va siendo hora de que busquemos de nuevo nuestras raíces y tratemos de ser “movimiento de Jesús” que leuda la masa de nuestro mundo.
Después de este congreso no estaría mal una mesa de reflexión sobre espiritualidad y teología protestante a la luz del 500 aniversario de la Reforma, basados en la Palabra de Dios y con proyección de futuro.
Ya va siendo hora de que las diversas confesiones evangélicas en España con sus respectivas denominaciones se articulen en el diálogo teológico para construir desde la diversidad un ámbito de diálogo en unidad de espíritu, con esos postulados comunes que surgen de la Reforma y que tanto se mencionaron en el Congreso.
Quizá ya va siendo hora de la creación de un Consejo nacional de Iglesias para el diálogo. Los miembros de las iglesias lo reclaman, así se dijo en nuestra mesa. También se dijo que el problema somos los líderes.
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