La dimensión que ha adquirido el teléfono inteligente ni en sus mejores sueños podían haberla imaginado sus inventores, al haberse convertido en pocos años en algo imprescindible.
Desde hace unos meses algunos ayuntamientos de varias ciudades españolas han colocado señales en las aceras, para que los peatones que están absortos mirando el teléfono inteligente puedan percibir en su campo visual la señal que les avisa en el suelo sobre si pueden o no cruzar la calzada.
Aunque hay que preguntarse si la medida realmente es eficaz, porque si la atención está centrada totalmente en la minúscula pantalla que se lleva en la mano, todo lo demás se convierte en un punto ciego, por lo que cualquier otra realidad que no sea el aparatito desaparece de la escena. Pero al menos es un intento de ayudar al concentrado usuario para que no sufra un accidente.
La dimensión que ha adquirido el teléfono inteligente ni en sus mejores sueños podían haberla imaginado sus inventores, al haberse convertido en pocos años en algo imprescindible, dado que reúne en la palma de la mano otros tres inventos que antes estaban separados y era imposible llevarlos consigo, como eran el teléfono convencional, la televisión y el ordenador.
Por ello, para una gran mayoría de grandes y chicos, en el trabajo y en el entretenimiento, por la calle y en la casa, al levantarse y al acostarse y a toda hora del día, el teléfono inteligente es más que la mascota más querida, más que un amigo, más que el cónyuge y más que los padres, relegados a un segundo plano al haber acaparado totalmente la prioridad.
Omnímodo sería el calificativo que lo definiría, el cual significa lo que abarca y envuelve todo.
Pero el ver cómo tantos andan las veinticuatro horas del día conectados sin parar, me hizo darme cuenta de la gran ventaja que yo poseo, al tener un recurso que es infinitamente superior al teléfono inteligente más avanzado que hay o pueda haber.
Pero lo mejor de todo es con quién me permite tener acceso instantánea e indefinidamente. No es con cualquier mandatario, magnate, celebridad o ilustre de este mundo. Eso es poca cosa. Porque al fin y al cabo, por muy importantes que sean, todos ellos son mortales, un suspiro que va y no vuelve.
No; yo tengo acceso con mi recurso a alguien infinitamente superior. Y además del quién está la ventaja del cómo, pues no se trata de una relación virtual ni cibernética sino real, auténtica, de persona a persona.
Lo bueno es que mi recurso no es mío exclusivo; está a disposición de todo aquel que quiera usarlo, porque el inventor de ese recurso así lo ha dispuesto. Por eso, a lo largo de los tiempos lo ha usado todo tipo de gente; humildes pastores y campesinos igual que monarcas y emperadores; tanto hombres como mujeres, intelectuales como analfabetos, ricos como pobres, ancianos como también niños, porque no hay enrevesadas claves que se puedan perder u olvidar ni mecanismos que puedan bloquearlo.
Es por eso que cuando veo cada día a tantos por las calles, en el metro, en los parques, en los supermercados, en las oficinas y por doquier, todos ellos absortos con sus teléfonos inteligentes, me siento especialmente privilegiado de poder hacer yo lo mismo, a cada instante, como ellos, con la diferencia de que el recurso que yo tengo jamás podrá ser igualado, ni de lejos, por ninguno de los que tienen ellos.
Y es que de la misma manera que ellos hacen uso de su recurso sin cesar, yo también hago uso del mío sin cesar. Como dijo un experto usuario de ese recurso hace casi dos mil años: ‘Orad sin cesar’ (1 Tesalonicenses 5:17).
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