Apareció por el parque un hombre de avanzada edad. Se sentó en uno de los bancos y fijó su mirada en el estanque de los patos. Su ropa no estaba raída pero sí mostraba el desgaste de los años. Desde las calles adyacentes se oía el resonar de una banda de música y, también, al otro extremo del arbolado recinto, la voz potente de alguien subido a un escenario improvisado, micrófono en mano, buscando convencer a la muchedumbre que en torno a él se agolpaba.
Nada de ello parecía llamar la atención del anciano: su mirada no se desviaba de las singladuras que realizaban los animales; a lo sumo, cada cierto tiempo, metía su mano derecha en el bolsillo interior de la chaqueta, extraía una foto o postal, la acariciaba unos segundos, y luego la volvía a guardar.
Un niño que llevaba media hora alimentando a los patos, vaciando su bolsa de gusanitos en el agua, quedó un tanto intrigado por la figura del silencioso anciano. Comprobando que su padre charlaba en otro banco, se acercó al anciano y, sin regodeos, le dijo:
-“¿Por qué estás tan triste?”.
La vocecita le sacó de su ensimismamiento, preguntándose cómo un pequeño se había percatado de su estado anímico. ¿Era tan evidente?, se interrogaba a sí mismo. Y quiso decirle que estaba feliz, que sólo descansaba un poco, que… Pero prefirió explicarle, aunque vagamente, la verdad:
- “Es que he perdido lo que más amabas en este mundo”.
- “Y qué es lo que más amaba”, le insistió el niño.
El anciano, con lágrimas en los ojos, atinó a responderle: “a Dios”.
Hubo un momento de titubeo en el pequeño, quizá porque no alcanzaba a comprender la dimensión de Dios. Sus padres le decían que estaba bautizado y de tanto en tanto, mencionaban a Dios, pero él no entendía cómo se puede perder algo que no se ve. Al final, algo cortado, pudo musitar:
-“¿Explíqueme cómo lo perdió?”
-“La historia sería larga de contar, pero te la resumiré. Quise estar al frente de una iglesia que siguiese los Evangelios de Jesús. No tenía muchos miembros y me fue sencillo convencerles que yo era la persona que podía hacerles crecer en número de creyentes y reconocimiento ciudadano. Por unanimidad me pusieron a dirigirla. Después, pasaron semanas y meses, y nada de lo prometido se había cumplido. Ni fieles genuinos que aceptaran seguir al Cristo, ni mayores reconocimientos a la labor pastoral y social de nuestra sencilla iglesia. ¿Oyes la voz que viene de un extremo del parque, oyes a ese señor subido al escenario? Pues es un político que está prometiendo el paraíso en la tierra: le votarán y luego se olvidará de lo que prometió, o simplemente hará todo lo contrario a lo que ahora está ofreciendo. Es lo que yo hice: vo que a la gente de aquí lo que le gusta es adorar estatuas de yeso o madera, y empecé a organizar procesiones multitudinarias, como aquella que acompaña la banda que escuchas. En la calle mucha gente, pero no en la iglesia. Tuve que admitir que había traicionado la confianza de los creyentes que en mí confiaron. Y entonces me di cuenta que mis afanes de poder y aclamación popular me habían hecho perder al Dios vivo que tenía en mi corazón. Ya quemé las estatuas, pero Dios aún no ha vuelto por mi falta de fe”.
El niño fue franco, manifestándole que no comprendía mucho de lo que le había contado, especialmente eso del poder y las estatuas, pero, ya despidiéndose, le dijo:
-“¿Y no será que yo soy un enviado de Dios para devolverle la fe?”.
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