Si nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar –como dice Jorge Manrique en sus Coplas a la muerte de su padre–, pasan por el barro del que habla la película Mud. Esta conmovedora historia se sitúa en el frágil espacio que hay entre los sueños de nuestra infancia y la aceptación de esa realidad oscura que nos hace ser adultos. Sobre ese terreno de barro que llamamos adolescencia, perdemos la inocencia en el delta de un río que se abre al océano de un horizonte infinito, para el que no tenemos mapas y experiencia alguna.
Jeff Nichols nos presenta a dos críos, uno huérfano y otro con padres a punto de divorciarse, que viven en casas prefabricadas al borde del río.
En su confusión, los chavales se refugian en una isla donde encuentran a un hombre misterioso que intenta sobrevivir, como un Robinson, herido de amor. El vértigo del peligro por lo desconocido da un extraño arrojo a estos chicos, que se enfrentan a los desengaños e ilusiones de nuestra existencia con la pasión del que tiene la vida por delante.
Estamos ante un relato de aprendizaje, que bebe de las grandes obras de iniciación de la literatura y el cine, sobre todo de Mark Twain y Las aventuras de Tom Sawyer con Huckleberry Finn. El director se crió en el sur del estado de Arkansas, donde viven sus personajes en un pequeño pueblo al lado del Mississippi.
La película comienza y acaba con una barca. En este río se pesca, pero también se vigila, como hace el envejecido personaje que interpreta Sam Shepard –que lleva el significativo nombre de Tom Blankenship, el amigo que inspiró a Twain, el personaje de Huckleberry–
A principios de los años treinta, Hemingway estaba haciendo un largo safari en Tanganica. Cuando estaba cazando antílopes, empezó a discutir con un expatriado alemán sobre libros. Hizo entonces una afirmación que se ha hecho famosa y escribió luego en su obra “Las verdes colinas de África”. Dijo: “toda la literatura americana viene de un libro de Mark Twain llamado Huckleberry Finn. No había nada antes. Ni nada ha habido tan bueno desde entonces.”
DOS CARAS
Este es un proyecto en el que ha trabajado su director, Jeff Nichols, desde la adolescencia. Ha hecho mientras otras dos películas. La última, “Take Shelter” (2011), fue especialmente bien recibida por la crítica. Descubrimos en ella su “perturbadora capacidad para describir el mal con compasión, en ese caso la esquizofrenia de verse acompañado de monstruos que sólo puedes ver tú y que te alejan de todo lo que amas, necesitas o te da cobijo” –como dice Carlos Boyero–.
Esa historia apocalíptica y tormentosa anunciaba ya un autor cuyo cine tiene un efecto hipnótico que te emociona y se agranda en la memoria de una manera que no he experimentado últimamente más que con “La mejor oferta” de Giuseppe Tornatore –otra película que te atrapa de forma inesperada, sin saber a dónde te va a llevar–. Es “un universo desdoblado, de reflejos engañosos”, como dice Carlos Losilla. Ya que “la dualidad es el centro de la película”.
El personaje de este hombre fugitivo crea inicialmente rechazo, pero después fascinación en este muchacho de catorce años (Tye Sheridan, uno de los chicos de “El árbol de la vida”). Exactamente la reacción que nos produce el actor Matthew McConaughey, que ha hecho aquí su mejor papel, sin lugar a dudas –lo que no es difícil, dada su lamentable carrera, hasta hace muy poco–. Son los sentimientos ambiguos que produce el convicto en “Grandes esperanzas” de Dickens.
LASTRES DEL PASADO
Todo transmite autenticidad en esta preciosa película, pero también tiene algo ensoñador. Es una geografía cambiante, donde hay barcas sobre los árboles y casas encima del agua –como observa Quim Casas–.
El pasado es a la vez determinante y borroso. Nos enfrenta a la herencia de los pecados de nuestros padres, pero desde las esperanzas de los hijos. Sentimos los lastres del pasado, frente a un intangible futuro. ¿Es el río de la vida un continuo fluir, o un eterno retorno?
El mundo en que habitan estos personajes tiene “la concreción de lo real” –como dice Losilla–, pero “aparece envuelto por la niebla de las viejas historias”. La oscuridad de la noche está llena de “siluetas espectrales”, que evocan una dualidad moral –como en la película de Charles Laughton, “La noche del cazador–, pero la claridad del día trae a la luz “misteriosos meandros y rincones donde se oculta lo desconocido”.
La canción de los Beach Boys, “Help Me, Rhonda”, suena dos veces en un film que no mira el pasado con nostalgia. Vemos todo con los ojos asombrados del adolescente, para el que el río representa la aventura, la promesa de un viaje a un lugar desconocido, donde ansía hallar el amor, la amistad, la seguridad, que no encuentra en un lugar lleno de sospechas y traiciones. ¿Es posible librarse del barro y la mordedura de la serpiente? Como en otras películas de Nichols, hay un simbolismo bíblico, sin el cual no se puede entender “el río de la vida”.
EL OCÉANO DE SU AMOR
La Biblia describe el mal no sólo como transgresión de una ley, sino como un barro que ensucia toda nuestra existencia. La serpiente entró en el paraíso (Génesis 3:1), pero es nuestra rebelión, la que ha traído la muerte (Romanos 5:12). Mud es culpable de un crimen, aunque busque un amor redentor que le libre de esta espiral de violencia. En este círculo de venganza, el derramamiento de sangre produce más sangre –como en la primera película de Nichols, “Shotgun Stories”–. ¿Tiene la Historia que repetirse a sí misma?, ¿es la vida un eterno retorno?
La Buena Noticia del Evangelio es que hay Alguien que ha roto ese círculo. La liberación viene por un acto de amor que da vida, rompiendo esta cadena de causa y efecto. No hay comparación, por lo tanto, entre la herencia que recibimos y el regalo que Dios nos da. Ya que, si por culpa de nuestro padre muchos murieron, por medio de Jesucristo se nos ha dado un regalo mucho mayor (
Romanos 5:15). Es su gracia la que vence a la muerte, dándonos una vida segura por su amor redentor.
Como un río da lugar a la inmensidad del mar, así la gracia sobreabunda en el océano de su misericordia. El esperanzador final de Mud nos habla de un horizonte donde reina el amor. Bajo ese trono de gracia fluye el río de la vida, cuyas aguas dan vida eterna (
Apocalipsis 22:1). A las orillas hay árboles, donde no hay barcos, sino hojas, que sanan todos los males. Allí nunca será de noche, ni hará falta el sol, porque Él será su luz (v. 5). Su brillo nos librará de este barro, que ahora ensucia todas las cosas, porque seremos limpios para siempre, en el océano de su amor.
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