La mayoría hizo valer sus números, sus voces y su sinrazón para prevalecer.
Los seleccionados para efectuar la importante tarea de inspeccionar el territorio no fueron escogidos al azar, sino por su categoría en cada uno de los clanes a los que pertenecían. Eran gente destacada e influyente, cuya palabra podía ser determinante para todos sus representados. Se les dieron instrucciones precisas sobre la información que habrían de recopilar, dado que se ignoraba casi por completo lo que había en aquel territorio. Por tanto, su tarea resultaba crucial para tener un conocimiento de primera mano y tomar las medidas oportunas cuando se efectuara el avance.
Con esa responsabilidad partieron para la misión, atravesando el territorio de sur a norte y de este a oeste y tomando nota de todo lo que veían a su alrededor. Al ser el tiempo del verano aprovecharon para recoger algunos frutos, que daban testimonio de la fertilidad de la tierra. Procediendo, como procedían, del desierto constataron que el cambio que iba a efectuarse no podía ser mejor para ellos, pues iban a pasar del páramo al regadío. Claro que los cultivos no crecían solos, al haber una serie de pueblos que habitaban aquellos lugares que no solamente se dedicaban a la agricultura sino también a la guerra. Junto al amable escenario de exuberantes viñedos, copiosos huertos regados por cristalinas aguas y mansos ganados pastando tranquilamente, estaba el amenazante panorama de ciudades amuralladas, con aguerridos soldados guardando sus puertas. Algunos eran de estatura descomunal, descendientes de aquellos legendarios gigantes de la antigüedad.
Tras su viaje de inspección regresaron a quienes les habían enviado para dar cuenta de las impresiones que habían recibido. Ya durante el viaje de regreso intercambiaron entre sí sus percepciones, manifestándose entonces que había una mayoría que se inclinaba a desechar la empresa de conquista, considerándola un proyecto descabellado y suicida.
Cuando llegaron al campamento base relataron lo que habían visto, mostrando las fehacientes pruebas de que el territorio inspeccionado merecía de sobra la pena… si no fuera porque sus moradores infundían pánico. Poniendo en una balanza las ventajas y en otra los inconvenientes a todas luces quedaba claro que había que dar la vuelta y olvidarse de todo aquello, que estaba plagado de peligros y erizado de dificultades. Pueblos ante cuya sola mención de sus nombres ya se ponían los pelos de punta. Este fue el informe de la mayoría de los enviados.
Pero una minoría, dos para ser exactos, no estaban de acuerdo con el informe, o mejor dicho, con las deducciones del informe. También ellos, como la mayoría, habían visto las ventajas y los inconvenientes, pues tenían ojos en la cara. Pero a diferencia de la mayoría, que sacó conclusiones derrotistas, la minoría llegó a conclusiones posibilistas, pues era posible vencer todos los obstáculos. Y así se lo hicieron saber a los congregados, animándolos a ir adelante con el proyecto.
Mas la mayoría volvió a tomar la palabra y para recalcar su visión de las cosas esta vez ya no consideraron en su discurso que hubiera nada positivo en aquella empresa. Todo lo que subrayaron fueron riesgos y escollos invencibles. Era una manera contundente para convencer a todos los oyentes. Y, en efecto, sus palabras lograron el resultado deseado, pues toda la audiencia comenzó a dar gritos, las mujeres se pusieron a llorar, contagiando a los niños y revolviéndose todos al unísono en contra de quienes estaban al frente de aquella tentativa. Estaba claro. Había que cambiar de dirigentes y también de rumbo, girando sobre sus talones ciento ochenta grados para dar la espalda a aquella tierra devoradora de hombres.
A estas alturas el peso de la mayoría ya era aplastante. ¿Qué podían hacer dos hombres frente a aquella soliviantada multitud? Aun con riesgo de su integridad física volvieron a la carga, para intentar convencerlos de que la tarea era asequible, esgrimiendo razones poderosas para ello. Todo fue en vano. La mayoría hizo valer sus números, sus voces y su sinrazón para prevalecer. Así aplastaron a la exigua minoría.
No era la primera vez que unían sus fuerzas en pro de la ingratitud, la incredulidad y el desprecio, pero esta ocasión fue la gota que colmó el vaso de la paciencia y la sentencia no se hizo esperar. Todos los integrantes de aquella aplastante mayoría murieron sin ver otra cosa que dunas de arena y sol ardiente, quedando sepultados para siempre en el inhóspito lugar en el que hicieron valer sus números. No hicieron falta ejércitos que los hostigaran, ni temibles guerreros que les derrotaran. Cayeron aplastados por el peso de su mayoría, porque era un aplastante peso de iniquidad. Lo mismo que le ocurrirá a tantas perversas mayorías actuales.
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