Cuando todavía estás a tiempo, debes, sin demora, hacer la paz con Dios.
Hace mucho tiempo vivió un rey al que le gustaba organizar fiestas para su propio divertimento y el deleite de sus cortesanos. Eran ocasiones bulliciosas en las que la alegría llenaba las estancias de palacio, tirándose la casa por la ventana sin escatimar gastos, con tal de obsequiar a todos los participantes con los mejores manjares, música, bailes y distracciones.
En una de esas fiestas el rey tuvo la ocurrencia de llamar al tonto más grande de su reino con el propósito de nombrarlo su bufón real. Todos los invitados estallaron en carcajadas ante la guasa del monarca. El tonto fue traído y saludó cortésmente al rey, quien le dijo delante de todos: ‘Aquí te hago entrega de los cascabeles y la indumentaria de bufón; si alguna vez encuentras un tonto más grande que tú, se los darás a él.’ Todos rieron la gracia. El tonto se vistió los atavíos, se inclinó reverentemente y con burlesca solemnidad dijo: ‘Sí, majestad.’ Después hizo piruetas, sacudió los cascabeles, contó chistes e interpretó toda suerte de chirigotas y cuchufletas. El rey y los cortesanos se divirtieron de lo lindo con la actuación del bufón. Fue una ocasión memorable. Y así fue como el tonto más tonto del reino se convirtió en bufón del rey.
A partir de entonces fue una referencia obligada en todas las fiestas de palacio. Sus actuaciones y bobadas eran la compensación idónea de las aburridas formalidades y protocolarias ceremonias. Todos querían que su disparatada intervención pusiera la chispa que diera un toque de salero a los festines.
Pero, pasando el tiempo, el rey enfermó y ahora se estaba muriendo. Para entonces las risas habían huido de palacio hacía tiempo. El bufón había sido olvidado y su misma presencia hubiera estado fuera de lugar en aquellos momentos. También habían sido olvidadas las palabras que el rey le dijo. Pero, de repente, el tintineo de los cascabeles sonó en la puerta. El bufón había venido y quería ver al rey por última vez. ‘¿Se me permite entrar a ver a su majestad?’ preguntó. Él había sido un leal súbdito, entreteniendo muchas veces al monarca con sus payasadas y majaderías, por lo que le dejaron entrar. Caminó hacia la cama del monarca y se puso a su cabecera. El rey lo miró fijamente y, con un hilo de voz, le dijo: ‘Me voy.’ El bufón le preguntó: ‘¿Adónde majestad?’. ‘Me voy a un largo viaje’ contestó el rey. ‘Y ¿estáis preparado para ese viaje, majestad?’. Tras un prolongado silencio el rey dijo: ‘No.’ Entonces, con los ojos arrasados en lágrimas, el bufón comenzó a quitarse su indumentaria. ‘Majestad, me dijisteis que si alguna vez encontraba un tonto más grande que yo, le diera los cascabeles y la ropa; pues bien, lo acabo de encontrar. Aquí están, son vuestros.’
Este relato pone de relieve una realidad mucho más frecuente de lo que sería deseable, consistente en la existencia de muchos que viven intensamente el momento, se jactan de su propia sabiduría y se olvidan voluntariamente de que llegará el momento en el cual tendrán que rendir cuentas. Y como el rey resultan ser patéticamente tontos, a pesar de que ellos mismos, considerándose los más listos, tildaron antes de tontos a otros.
Jesús contó una ilustración a sus oyentesi, hablándoles de un personaje que estaba tan lleno de sí mismo, de sus logros y conquistas, que pensó que tenía toda una vida por delante para disfrutar, sin reparar que lo más importante de todo, el tiempo de su vida, es una subvención dada que en cualquier momento puede ser retirada. Aunque supuestamente se puedan controlar ganancias y beneficios, ¿de qué sirve, si el tiempo está más allá de nuestro control? El rico de la ilustración que contó Jesús se había preparado para muchas cosas, menos para una, que es la más importante de todas. No es extraño que Dios le llamara necio.
Ten cuidado y reflexiona. Tu vida pende de un hilo. Un accidente, una enfermedad, una contingencia inesperada puede significar el fin de todo y, si no has hecho la provisión necesaria, resultará en la peor pérdida imaginable. Es por ello que ahora, cuando todavía estás a tiempo, debes, sin demora, hacer la paz con Dios. Esa paz sólo se realiza a través de un artífice, el Príncipe de Paz, quien mediante su muerte efectuó la reconciliación con Dios, con quien estábamos enemistados por nuestros pecados. Al pagar por ellos, removió el obstáculo que nos separaba de él. Resta que tú hagas personal esa reconciliación, mediante el arrepentimiento y la fe en Cristo. No seas como el rey del relato ni el rico de la ilustración. Ven a Cristo, ahora que estás a tiempo.
i Lucas 12:16-21
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