Hay posturas eclesiásticas que nos obligan a permanecer minusválidas de por vida.
Cada vez que tengo que subir a un autobús, los ojos se me van derechos hacia el letrero que da nombre a esta reflexión y me noto orgullosa por no tener que usarlos. La gente ha empezado a concienciarse, a ejercer la buena costumbre de respetarlos y quedan libres hasta que algún discapacitado entra a ocuparlos, ya era hora.
El otro día, debido a un problema de salud, me vi obligada a sentarme en uno de ellos y ya no me sentí tan vanidosa. No tengo carné de minusválida, me dije, pero sí el tobillo inflamado, si algún inspector viene a mí, bastará que le enseñe este botón de muestra tan dolorido.
El viaje, cómo no, se me hizo llevadero y cómodo también, mucho más al ver cuánta gente iba de pie sin que el problema me afectara, egoísta que es una. Los letreros luminosos me informaban en todo momento por dónde íbamos, cuál era la próxima parada, en la calle donde se encontraba y si estaba o no solicitada. El pulsador para reclamar la finalización del viaje se hallaba a la altura de mi nariz, en fin, que ni siquiera tenía que hacer el leve esfuerzo de levantar el brazo.
Durante el trayecto se me venían imágenes al pensamiento que me conducían a la situación de la mujer en la iglesia, esa minusvalía espiritual que quieren inculcarnos, realidades eclesiales discriminatorias que se contemplan con demasiada frecuencia. ¿Cuántas mujeres ocupan asientos rojos en las iglesias que les impiden realizar sus dones por razón de su sexo? ¿Cuántas se ven obligadas a la pasividad mientras sus hermanos varones pueden moverse con total libertad y ejercitar su servicio o ministerio? ¿Por qué nos vemos obligadas a permanecer en un sistema en el que no creemos y que, además, no tiene relación alguna con la actitud de Dios hacia nosotras?
Hay posturas eclesiásticas que nos obligan a permanecer minusválidas de por vida y lo peor es que, dadas las repeticiones, los presentes se van acostumbrando a respetar y consolidar estas normas como si fuesen divinas. Por eso temo que, pronto, debido al botón de muestra de nuestra dolorosa conformidad, esa conformidad de la que incluso presumimos disfrutar hombres y mujeres, alguien decida hacernos un carné destinado al derecho pleno para ejercer la nulidad total de dones, excepto las tareas de limpiar y cuidar niños durante los cultos y las fiestas varias. De seguir así, el viaje nos puede salir muy caro y, además, se nos puede hacer muy largo y confuso.
Cualquier día de estos, así, como quien no quiere la cosa, nos pueden pedir la foto, ya sabemos y, a lo peor, cuando nos den el cartoncito plastificado, aparezca un inspector que ordene por ley ponernos la rampa de acceso a un tipo de espiritualidad que no hemos elegido.
Antes de que ocurra esta locura me permito una recomendación, la de mirar a nuestro alrededor detenidamente porque, es posible que, a la altura de nuestras narices, veamos un pulsador que pueda ayudarnos a parar esto, algo que sea tan sencillo que ni siquiera tengamos que hacer el leve esfuerzo de levantar el brazo, quién sabe, la esperanza de lograr ver esos asientos rojos, por fin sin ocupar, es lo último que se pierde.
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