Salamanca no es una ciudad cualquiera para quienes hablamos el castellano con acentos preñados de trópico y de cumbres andinas, de costas caribeñas y de pampas y de valles regados por caudalosos ríos.
Salamanca es, de hecho, una patria iberoamericana que todos reconocemos como tal.
Aquí nuestra extranjería se diluye, porque Iberoamérica es noticia local, semana tras semana, un año y otro más de religación genuina, voces y portavoces que llegan a los recintos universitarios o al Teatro Liceo del Ayuntamiento de Salamanca, como los 25 poetas hermanos que acaban de regresar a Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Perú, Colombia, México o Brasil, tras participar en el XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos, este año dedicado a Fray Luis de León
Me estoy refiriendo, claro está, al cordón umbilical de la cultura, al vínculo espiritual que no se ha roto a lo largo de cinco siglos: no abundaré en la Historia común, por muchos conocida: la Universidad de Salamanca sirviendo de modelo para la creación de los primeros centros académicos, Lima y México en sitial preferente; Francisco de Vitoria con su alegato en favor de los indígenas de América; Unamuno escribiendo en periódicos argentinos para alcanzar nombradía, y además de lograr unos ingresos extras con los que alimentar las muchas bocas de su hogar; miles de estudiantes latinoamericanos que aquí hicieron sus estudios de licenciatura o doctorado…
Pero también traigo la memoria de las múltiples migraciones; no solo las más recientes, de allí para aquí, sino aquellas otras de antaño, cuando de aquí para allí se fueron tantos salmantinos buscando escapar del estrangulamiento económico y de las míseras condiciones de vida, especialmente en los pueblos de la provincia. En 1905 repercutió por España la noticia de que un pueblo al completo, el salmantino pueblo de Boada, quería emigrar a la Argentina.
La severa crisis económica que hoy abate los cimientos de España está motivando retornos de buen número de paisanos, que se marchan con cierto desgarro por tener que dejar esta Ciudad-Patria, aunque ahora sus países estén mucho mejor que cuando salieron, y por tanto sea previsible que consigan los trabajos que otrora escaseaban. Y es en este tiempo cuando una nueva ola migratoria de salmantinos está dejando su capital y su provincia, algunos cientos con destino a tierras americanas: debemos pregonar lo mucho que aquí nos acogieron: debemos abrirles las puertas, otra vez y siempre, porque españoles y latinoamericanos estamos unidos por un pasado y un futuro común, unas generaciones por aquí y otras por allí.
Gentes de Latinoamérica y de Salamanca, sepan que yo también hice la travesía, y aunque lo hice por motivos culturales, sé lo que se siente cuando faltan los eslabones fundamentales para la existencia cabal del ser humano: la familia, los sabores autóctonos, los amigos de la infancia, el paisaje y el horizonte afín, la música que percute muy dentro del alma, las fiestas más esperadas…
Ahora bien, sepan que siento a esta ciudad como mi Patria, como lo fue del vasco de Salamanca, don Miguel de Unamuno, o del conquense Fray Luis de León. Yo ‘descubrí’ España un 12 de octubre, pero del año 1985. Llegué a Barajas a las siete de la mañana de un Día de la Hispanidad. No fue una coincidencia, pues el viaje estaba patrocinado por la embajada de España en Lima y era para españoles residentes en Perú, o para sus hijos y nietos.
Al anochecer del día siguiente ‘descubrí’ Salamanca: a lo lejos se veía una inmensa luciérnaga de piedra, irradiando la meseta, mientras en el autobús yo silabeaba los versos memorables de Fray Luis, aquellos que en 1577 dedicara a Francisco de Salinas, catedrático de Música de la Universidad de Salamanca: “El aire se serena/ y viste de hermosura y luz no usada,/ Salinas, cuando suena/ la música extremada,/ por vuestra sabia mano gobernada./ A cuyo son divino/ mi alma, que en olvido está sumida,/ torna a cobrar el tino/ y memoria perdida,/ de su origen primera esclarecida…”.
Uno ya ‘conocía’ Salamanca sin haberla pisado siquiera. Estaba entrañada en mí algunos años antes de pisar sus empedradas calles. Tenía 23 años y sólo unos cuantos billetes en el bolsillo. Lo poco o lo regular que he hecho hasta ahora se lo debo a Salamanca.
Por eso no olvidemos nunca que una ciudad puede ser una patria. Y ante tal hecho cabe terminar diciendo que esta Salamanca de ámbar, esta luciérnaga de piedra, es y será nuestra Ciudad-Patria, la ciudad donde nunca nos sentiremos extranjeros y sí muy orgullosos de ser latinoamericanos de la capital del Tormes.
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