Todos aquellos que se acercan a la Biblia no buscando sus principios y verdades cardinales sino solamente teniendo en cuenta detalles particulares se engañan a sí mismos.
Entre los argumentos esgrimidos por quienes buscan darle a la homosexualidad carta de legitimidad, no sólo con razones psicológicas y antropológicas sino también bíblicas, está el de que Jesús nunca hizo ningún pronunciamiento en su contra. Visto de esta manera el argumento parece contundente, porque efectivamente en vano se buscará en los evangelios una palabra suya que vaya en esa dirección. En realidad no se encontrará ninguna palabra en contra ni tampoco a favor, pero como el que calla otorga eso ya parece de suficiente peso para considerar que ningún seguidor de Jesús debe condenar lo que él nunca condenó.
Recuerdo que cuando en España se debatió la cuestión del aborto, a los pocos años de comenzar la democracia, se publicó un artículo firmado por dos periodistas en un diario de gran difusión nacional en el que afirmaban que la Biblia no tenía nada que decir sobre el aborto. Era una conclusión falsa pero válida para todos aquellos que nunca se habían molestado en leer la Biblia, la inmensa mayoría del pueblo español, y mucho menos en razonar las implicaciones de sus enseñanzas. Pero la engañosa conclusión servía bien a la causa pro-abortista, especialmente cuando lo que importaba no era comprobar si efectivamente la Biblia decía o no decía algo sobre el aborto, sino impulsar la ideología que lo sustentaba. No era una búsqueda de honestidad intelectual sino de prejuicio parcial lo que había detrás del artículo. Pero como lo que interesaba era impulsar por todos los medios el aborto, cualquier método que ayudara era bienvenido. Ahora ocurre algo parecido cuando se echa mano del peregrino razonamiento sobre el silencio de Jesús hacia la homosexualidad.
Lo que pasa es que si llevamos esa lógica más allá habría que concluir también que el incesto es perfectamente legítimo, dado que Jesús nunca dijo nada en su contra. Igualmente llegaríamos a aprobar las relaciones sexuales de un ser humano con un animal, o zoofilia, ante el silencio suyo sobre esa práctica. Y, ¿por qué no?, la pedofilia entraría de lleno en las posibilidades que se nos abren, por el otorgamiento que el silencio de Jesús nos concede. Pero para no detenernos solamente en el campo de la sexualidad podríamos del mismo modo legitimar la práctica de la adivinación y la brujería, porque nunca vemos en los evangelios ninguna enseñanza suya prohibiéndolas ni ningún caso en el que Jesús reprenda a nadie que se dedique a esos menesteres. Y como de la esclavitud, en su aspecto social, no dijo nada explícitamente, podemos concluir que esclavizar a otros no es nada malo.
El peligro, pues, de escudarse en el silencio es extremo, porque nos llevará a todas las aberraciones imaginables e inimaginables. Todos aquellos que se acercan a la Biblia no buscando sus principios y verdades cardinales sino solamente teniendo en cuenta detalles particulares, se engañan a sí mismos. Y eso es lo que les pasa a los defensores del silencio de Jesús sobre la homosexualidad.
Porque el principio directriz que define su enseñanza sobre la sexualidad humana y los cauces legítimos de la misma lo dejó bien perfilado, cuando algunos vinieron a preguntarle sobre una cuestión bien ardua en su propio tiempo. Acerca de la cuestión del divorcio había en días de Jesús dos escuelas rabínicas de pensamiento, siendo una liberal y la otra conservadora. La liberal estaba encabezada por Hillel, quien interpretaba el mandato de Deuteronomio 24:1 en sentido amplio y permisivo, considerando que el término ‘cosa indecente’ podía entenderse de cualquier insignificancia desagradable que la esposa hiciera a ojos del marido; la escuela conservadora estaba encabezada por Shammai, quien enseñaba que ‘cosa indecente’ sólo se puede referir a infidelidad sexual.
Ante esta confrontación de posturas Jesús apeló a lo que Dios estableció en el origeni. Y lo que estableció fue que el matrimonio está constituido por un hombre y una mujer, cuya unión matrimonial no es un convencionalismo social sino la voluntad de Dios para los dos sexos. Al no enredarse en si los liberales o los conservadores tenían razón sino en ir al origen, estableció un principio determinante no sólo para la cuestión del divorcio sino para toda otra cuestión que pueda plantearse tocante a la naturaleza del matrimonio y de la sexualidad. Allí, en el capítulo 2 de Génesis, se constituye el arquetipo que resuelve toda discusión.
Si la quiebra de la unión del matrimonio entre hombre y mujer es resultado, según Jesús, de la dureza del corazón humano, ¿qué será no la quiebra de la unión sino de la naturaleza del matrimonio, que los del silencio de Jesús sobre la homosexualidad defienden?
No hace falta, entonces, que Jesús diga algo directamente sobre la cuestión de la homosexualidad, porque ha dejado zanjado de forma bien sonora, para todo el que quiera oír, cuál es el principio rector de Dios sobre la sexualidad.
i Mateo 19:4-6
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