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‘Moonrise Kingdom’, Noé y los veranos de nuestra infancia

Si la patria es nuestra infancia, no hay duda que para Anderson, la pre-adolescencia es el paraíso perdido
MARTES AUTOR José de Segovia Barrón 20 DE AGOSTO DE 2013 22:00 h

Para los que hemos recibido nuestra educación sentimental en campamentos de verano, la película de Wes Anderson, Moonrise Kingdom –publicada ahora en DVD–, toca una fibra muy profunda. Si además la acción se desarrolla en los años sesenta, estamos ante un ejercicio de nostalgia, imposible de resistir para los que nacimos en aquella década. Así que arrastré a toda mi familia al cine, el día de mi cumpleaños, para ver esta melancólica historia sobre la aventura de la vida y la ilusión del primer amor.

Como muchos que se han criado en la iglesia, he ido a campamentos desde mi más tierna infancia –en mi caso a La Granja–. Recuerdo la emoción de la llegada del día, la ropa marcada, el mareo del autocar y la primera noche fuera de casa. No he sido scout, pero también era un chico solitario con gafas –como el protagonista de esta historia, que al igual que su director, soñaba con el primer amor–. Los que nacimos en los años sesenta, no hemos tenido tal vez el sentimiento de abandono de esta generación, los hijos del divorcio –huérfanos de la tormenta, como tan sugerentemente los ha llamado Carlos Losilla–, pero ¿quién no se ha sentido a veces perdido en este mundo?

Si la patria es nuestra infancia, no hay duda que para Anderson, la pre-adolescencia es el paraíso perdido. Esta isla es a la vez “casa de muñecas, bosque legendario, teatro de títeres y novela de Enid Blyton” –como dice Sergi Sánchez–. Es la nostalgia por una inocencia perdida. La adolescencia trae la confusión de la sexualidad, la obsesión por las apariencias y el desarrollo de un mundo oculto, para intentar evadirnos de nuestras frustración, tristeza y decepción.

ANTES DE LA TORMENTA
“Mi idea era que la historia transcurriera justo en ese momento en el que está todo a punto de cambiar”, dice el director.Por eso desarrolla la acción el verano de 1965 en una isla de la costa de Nueva Inglaterra. Nos presenta la familia de un matrimonio de abogados, los Bishop –que interpreta apáticamente el cómico Bill Murray, casado en la ficción con la señora Cohen, Frances McDormand, que se vuelve histérica de un momento a otro–. La cámara recorre las estancias del faro donde viven, como si saltara de una a otra habitación de una casa de muñecas. Todo es algo extraño y disfuncional, como suele ocurrir en el mundo de Anderson.

Tres hermanos pequeños están reunidos en torno a un tocadiscos portátil, pero lo que escuchan son obras de Benjamin Britten. Los padres están separados en diferentes habitaciones –ella se ve a escondidas con el sheriff, un sorprendentemente melancólico Bruce Willis–, mientras su hija adolescente se refugia en la ventana de su habitación. Se ha enamorado de un chico huérfano de doce años. Sam y Suzy son dos criaturas desvalidas, llenas de sueños y deseos de escapar de una realidad gris y monótona.

En la España de los años sesenta no era habitual la educación mixta. Sin embargo, como fui a colegios protestantes, yo no he conocido otra cosa. Recuerdo que en el Juan de Valdés participé también en una representación del Arca de Noé. Hacía de conejo. Tenía que recorrer el pasillo del salón de actos del colegio con una máscara. La coneja que me acompañaba, creo que era Alejandra Estrada, una niña muy dulce que se sentaba al lado mío, de quien todavía recuerdo su babi de cuadros azules. La historia bíblica que estos niños representan, es clave para entender la película.

EL DILUVIO QUE VIENE
No es casualidad que la acción comienza tres días antes del temporal que asola la isla. Las relaciones entre los adultos son ya tormentosas,como las dificultades a las que se enfrenta el amor de Sam y Suzy, descubierto en una representación del Diluvio el año anterior, en la iglesia. En medio de la destrucción, esa misma iglesia se convierte en lugar de refugio. Es allí donde se produce la reconciliación y redención de los personajes. Esto sería una casualidad, si el director no fuera un tejano educado en pleno cinturón bíblico.

Cuando Sam y Suzy huyen por bosques y montañas, encuentran un Edén perdido. El lugar en la costa donde instalan su tienda de campaña en la arena, es el escenario idílico donde bailan y se abrazan, besándose por primera vez, mientras en el tocadiscos suena El tiempo del amor de Françoise Hardy. Cargada la maleta con novelas –que ella le lee para dormir, como Wendy a los niños perdidos de Peter Pan–, hallan un rincón secreto con sus brújulas y mapas, donde se convierten en los nuevos robinsones de Nueva Inglaterra. El guión del hijo de Coppola, Roman, reúne todos los elementos de las aventuras juveniles que llenaban nuestros largos días de verano, pero hay algo más aquí que un ejercicio nostálgico.

Hay un fuerte paralelismo entre Moonrise Kingdom y la historia de Noé. Los protagonistas se encuentran en una iglesia que lleva el divertido nombre de San Jack. La obra que allí se representa es una ópera de Britten, basada en la historia bíblica del Diluvio, Noye´s Fludde (1958), inspirada por un autosacramental del siglo XV. En él se introduce el tema de la ilusión de la infancia, cuando la vida está llena de posibilidades. Nos sentimos como los protagonistas, libres para explorar y descubrir el mundo, hasta descubrir la maldad de nuestro propio corazón, que llena este mundo de dolor y corrupción.

SALVADOS DE LAS AGUAS
La historia de Noé (Génesis 6-8), apunta al tema central de la Biblia de la salvación de las aguas, que muestran tanto el juicio divino contra la humanidad como la redención que simboliza el bautismo. El Arca es el medio de salvación ordenado por Dios, para ser libres de su ira(6:13, 17). Es una provisión de gracia, por la que en Cristo Jesús podemos encontrar refugio. Ya que “Dios demuestra su amor por nosotros: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). Por Él somos libres de la condenación (8:1).

Anderson ha mostrado siempre una compasión por sus personajes, que le diferencia de otros autores independientes que surgen con el cine en los noventa. No hay en él nada de ese cinismo y distanciamiento que se ha convertido en las señas de identidad de sus contemporáneos. Si “nos interesa el destino que concede a sus criaturas –como dice Carlos Reviriego– es porque se coloca a la misma estatura que ellas”. Esta es la historia también de la salvación en la Biblia, un Dios que se coloca a la altura del hombre, para librarle de su terrible destino. El Autor mismo se convierte en una de sus criaturas, para recibir Él mismo el juicio que les corresponde.

Como dice el autor de la carta a los Hebreos, la historia de Noé nos habla de “la justicia que viene por la fe” (11:7). Puesto que, sin Cristo, estamos perdidos. La ira de Dios está ya sobre nosotros (Juan 3:36).

El Pacto de Dios con Noé nos habla, sin embargo, de su propósito de recrear la tierra (Génesis 9:9-10) por su sola gracia. Lo firma con la señal de color del arco iris (v. 13). Por ella nos anuncia que aunque por su justicia debiera destruir el mundo, su amor y gracia abre el camino al perdón y la reconciliación, que hay en Cristo en Jesús. Desde que Él pasó por las aguas, alrededor del trono que gobierna el universo, está el arco iris (Apocalipsis 4:3).
 

 


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