Los profetas: Zacarías (II): cuatro visiones más (c. 4- 6).
A diferencia de Hageo, Zacarías tendría un ministerio más prolongado aunque con un contexto semejante. A diferencia de otros profetas, su llamamiento a la sociedad en que vivía no estaría centrado en cambiar de vida para evitar el desastre sino en cómo debía construirse una sociedad arrasada que disfrutaba de una segunda oportunidad.
El mensaje no era: “judíos, cambiad de rumbo o el castigo de Dios será inevitable”, sino más bien: “Dios os da una nueva posibilidad de vivir dignamente. No la desaprovecheis”.
La visión del capítulo 4 resulta al respecto bien reveladora. Zacarías estaba dormido –como, dicho sea de paso, lo estaba el pueblo judío– y el ángel que se puso en contacto con él lo despertó de ese sueño (4: 1).
El mensaje, por otro lado, era claro. Judá podía sentir la tentación de construir el nuevo Israel sobre la fuerza militar y la violencia. Semejante opción parecía razonable no sólo porque la última gran desgracia nacional había venido asestada por una gran potencia militar – el imperio neo-babilónico – sino porque además la derrota del enemigo siempre comunica una sensación de seguridad y triunfo. Si Israel quería levantarse sobre bases sólidas parecía lógico señalar que la principal debería ser la fuerza o, en otras palabras, la fuerza sería el equivalente a la seguridad.
Sin embargo, asumir esa visión era simplemente un sueño. No tenía más realidad que cualquier otra experiencia onírica. Como señala 4: 6, Dios actuaría pero “no con ejército ni con fuerza sino con mi Espíritu”. De manera bien significativa, el que realiza esa afirmación es YHVH Tsebaot, es decir, YHVH de los ejércitos o de las huestes. Pues bien ese mismo YHVH es el que sabía de sobra que Israel no podía esperar que su futuro fuera el deseado si se construía sobre el ejército y la fuerza. Si los responsables de Israel se percataban de ello, el futuro sería luminoso. Si optaban por otro camino… Por lo tanto, un principio esencial en la construcción de ese estado nuevo tenía que ser la confianza en el Espíritu y no en la fuerza o en el ejército.
Las dos visiones del capítulo 5 resultan no menos reveladoras. La primera (5: 1-4) deja de manifiesto que hay dos conductas que no deben darse jamás en un estado que pretende progresar de manera adecuada. Esas dos conductas son la falta de respeto por la propiedad ajena y la falta de veracidad. En culturas como la española –o las hispanoamericanas- donde la enseñanza católica ha insistido en que el hurto y la mentira son pecados veniales, pecadillos a fin de cuentas, la revelación recibida por Zacarías puede parecer chocante. Sin embargo, es esencial. Cuando no se respeta la propiedad ajena ni la verdad, el resultado será, más o menos tarde, el desastre. Creo que los ejemplos contemporáneos son tan obvios que estarán en la mente de todos sin que yo los mencione expresamente.
No menos relevante es el contenido de la segunda visión. Para que un estado prospere, debe desterrar de su seno la Maldad (5: 8). La maldad, por cierto, está definida en términos morales. Cuando las conductas malvadas son vistas como normales –no digamos como recomendables– el resultado para la sociedad es nefasto. Si Israel deseaba evitar un nuevo desastre en el futuro tenía que desterrar la Maldad de su seno.
¿Adónde debería ser desterrada? A su origen, a la tierra de Shinar. La referencia a Shinar tiene una enorme lógica porque es uno de los nombres que se da a Babilonia como origen de no pocos desafíos contra Dios como el reinado de Nemrod o la construcción de la torre de Babel o la conducta soberbia de Nabucodonosor II. Si la Maldad ha de estar en algún sitio, debe ser en aquellos lugares que la consideran la base de su conducta, los cimientos de su vida, el fundamento de su cosmovisión. Nunca debe asentarse en medio de una sociedad que desea construirse sobre cimientos sanos. La iniquidad simplemente no tiene lugar en un entorno que desee ser sano.
Por si alguien tiene duda de que ese proyecto social es posible, a Zacarías se le hizo ver los caballos de Dios que se movían hacia los cuatro puntos cardinales. Dios controla la Historia y es El y las potencias espirituales a Sus órdenes las que mantienen la paz incluso en las zonas más conflictivas del globo (6: 8), como esa tierra del norte de la que habían procedido no pocas de las desgracias pasadas de Israel.
Todo esto sucedería si, efectivamente, Israel actuaba de acuerdo con los propósitos de Dios. De ser así, la gente procedente del exilio (6: 10) contemplaría una dinastía davídica en el trono de Jerusalén que no viviría tensiones con el sacerdocio y que procedería a la reconstrucción del templo (6: 12-12). Sin embargo, nada de esto se cumpliría de manera automática y mucho menos en contra de los principios expresados por Dios. Sólo si sucedería si se obedecía de manera diligente la voz de YHVH (6: 15).
Históricamente, siempre ha existido la tentación de atribuir legitimidad a los actos propios sobre la base de pertenecer a un grupo concreto y por encima de principios morales concretos. Por supuesto, la España imperial tenía conciencia de ser una nación elegida lo que legitimaba sus acciones en las Indias o su persecución de minorías a las que exterminó como fue el caso de los protestantes. Su caso no fue excepcional. Tenía antecedentes como el del imperio bizantino y tendría paralelos posteriores en otras naciones como Francia o Alemania. Por supuesto, ha sido también durante siglos la gran tentación de Israel desde su conversión en reino hace tres mil años hasta la actualidad.
Cuando se produce ese fenómeno, siempre hay gente que considera que lo que decide la bondad o maldad de los actos es el respaldo a esa nación o a ese poder. Sin embargo, el mensaje de los profetas y del mismo Jesús es el contrario. La garantía de supervivencia no se encuentra en el ejército ni en la fuerza sino en el Espíritu de Dios. A ello hay que añadir el respeto a la propiedad ajena y a la verdad y la extirpación de la Maldad.
Sin embargo, si no se sigue esa conducta, si no se escucha obedientemente la voz de Dios, el resultado final será la frustración de las perspectivas más luminosas porque Dios no hace acepción de personas (Romanos 2: 11) y, si acaso, es más exigente con aquellos que afirman conocerlo.
El pasar por alto estos principios tan sencillos y justos es la clave de la desgracia repetida una y otra vez en la Historia de Israel y también de no pocas sociedades que se han dicho cristianas. Al colocar el ejército y la fuerza como garantía de su seguridad en lugar de la confianza en el Espíritu, al aceptar que la mentira y el despojo de la propiedad ajena son lícitas, al permitir la Maldad en su seno, al no obedecer, en suma, a Dios sólo comenzaron –y comienzan– un camino que lleva hacia su desgracia. Así sucedería con los contemporáneos de Zacarías.
Continuará
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