Los profetas: Zacarías (I): las tres primeras visiones, su significado y aplicación (c. 1- 3)
Como tuvimos ocasión de recalcar en las últimas entregas, el profeta no siempre ejerce su labor a lo largo de toda su vida –como fue el caso de Isaías, Jeremías o Daniel– sino que, en ocasiones, su actividad se ve limitada a momentos muy puntuales.
Fue lo que sucedió, desde luego, con Hageo y también con su compañero en el post-exilio Zacarías.
Incluso da la sensación –sin duda, peculiar- de que Zacarías comenzó a hablar precisamente cuando terminó de hacerlo Hageo. Éste tuvo su última visión el día 21, del mes séptimo del año segundo de Darío; Zacarías comenzó a hablar en el mes octavo del año segundo.
De manera bien reveladora, el mensaje inicial de Zacarías es un anuncio clásico: Volveos, es decir, arrepentíos, convertíos. El problema es, a fin de cuentas, no que Dios haya dado la espalda a los hombres sino que los hombres han dado la espalda a Dios y tienen que volverse a El (1: 3).
En no escasa medida, la Historia es un llamamiento continuo de Dios hacia gentes que se niegan a escucharlo a El y a Sus siervos, los profetas (1: 4). Al no escuchar, se pierden generaciones enteras incluidos los profetas (1: 5) y lo único que queda es reflexionar sobre la generación malograda (1: 6).
Ese mensaje de enorme trascendencia –a fin de cuentas, es una constante en la Historia del género humano– se va a desgranar en una serie de visiones.
La primera (1: 7-21) tuvo lugar tres meses después y presentaba un mensaje explícito: en un tiempo, las naciones arrasaron Jerusalén y creyeron obtener la paz con el dolor y la sangre. Pero una cosa es lo que piensan las naciones y otra muy distinta lo que acaba aconteciendo. Jerusalén sería restaurada (1: 14-7) y contemplaría el espectáculo de las naciones castigadas (1: 18-21).
La segunda visión (2: 1-9) implica, de manera que suele pasar desapercibida, un salto cualitativo. Jerusalén será restaurada y, precisamente por esa posibilidad, no deberían permanecer los judíos en Babilonia como, de hecho, hicieron en un elevadísimo porcentaje. Sin embargo, el momento esencial del futuro no sería ése sino aquel en que el propio Dios viniera a morar en medio de Su pueblo (2: 10).
Entonces la luz que había estado limitada a Israel se extendería a mucha gente de las naciones y se formaría un pueblo en el que estarían juntos judíos y gentiles y en medio del cual moraría el mismo Dios (2: 11).
Obviamente, semejante anuncio causaría las protestas de un pueblo judío exclusivista que siempre había pensado en términos de “nosotros” y “ellos”, de “judíos” y “goyim”, de “nosotros somos Tu pueblo” y “ellos son los paganos dignos de exterminio”.
Pero ante ese plan de Dios, sólo cabía callar porque Dios se pondría en pie para llevarlo a cabo (2: 13). No constituye exageración alguna el indicar que lo que anuncia esta visión es inmenso y, desde la perspectiva del Nuevo Testamento, resulta sobrecogedor.
YHVH, efectivamente, vino a morar en medio de Su pueblo haciéndose carne (Juan 1: 14) y atrajo hacia El un pueblo formado por judíos y gentiles (Efesios 2: 8-16) o, si se prefiere el símil de Pablo, un olivo-Israel del que quedaron desgajados los que no creyeron en Jesús el mesías y fueron injertados los gentiles que sí lo hicieron (Romanos 11: 1-31). A aquellos judíos les preocupaba su presente y su templo. Sin embargo, la visión de Zacarías apuntaba a un futuro muchísimo más trascendente y cargado de significado no sólo para los judíos sino para todo el género humano.
La tercera visión incidiría en esa perspectiva mucho más profunda que la que embargaba los pensamientos de la mayoría de los paisanos de Zacarías. En ella, el profeta contempló a Josué el sumo sacerdote que se encontraba en la presencia de Dios. En esa situación, Satanás cumplía con su misión principal que no es otra que la de acusar y condenar. No necesitaba inventar nada. Bastaba con que señalara al pecado –la ropa sucia– que cubría a Josué (3: 1-3). La intervención de Dios en medio de tan sobrecogedora situación no consistía en negar la realidad, ni en aceptar algún pago de Josué para limpiarlo ni considerar alguna ceremonia que pudiera exonerarlo de culpas reales. No, la acción de Dios era por pura gracia, realmente gratuita, y consistía en quitar la suciedad del pecado y sustituirla por vestiduras limpias (3: 4-5).
Ese inicio operado tan sólo por la gracia de Dios implicaba el inicio de una nueva vida que podía estar llena de bendiciones (3: 7). Pero -¡una vez más!– aquella visión iba más allá de lo que se podía ver a primera vista. En realidad, apuntaba al mesías –mi siervo el Renuevo– un mesías que, de manera no descrita aquí, pero sí en otros profetas, quitaría el pecado de la tierra y además realizaría esa obra en un día (3: 9). Es precisamente esa labor de quitar el pecado la base para el cumplimiento de promesas que tendrían una proyección de paz y prosperidad (3: 10).
Una vez más lo señalado por Zacarías resulta sobrecogedor. No pocos judíos esperaban de la restauración del Templo la plenitud de la vida espiritual. ¡Inmenso error! El propio sumo sacerdote Josué no pasaba de ser un pecador al que Satanás acusaba cargado de razón. Salir de esa situación nunca vendría de un plan de restauración nacional, de una agenda “sionista”, de un fortalecimiento de las instituciones nacionales con repercusiones políticas.
No. Ése no era el camino y, de hecho, de nada, absolutamente de nada sirve, a la hora de enfrentarse con el gran problema humano que es el pecado. Sin embargo, existe una posibilidad de escapar de esa dialéctica diabólica –nunca mejor dicho– y es la de percatarse de que la esperanza de la Historia reside en el mesías que, en la época de Zacarías, todavía estaba por venir. Este mesías acabaría con el pecado en un día y además tendría la capacidad de arrancar los ropajes espirituales sucios y sustituirlos por otros limpios. Ese mesías implicaría la consumación de la Historia.
Una vez más, el Nuevo Testamento arroja una luz inmensa sobre esa visión. Es el mesías Jesús que murió una vez por todas el que se ofreció como único sacrificio expiatorio y completo por el pecado, un sacrificio que se realizó una vez y que no se repite, como por ejemplo, afirma la teología católica, en cada misa sino que fue una vez y para siempre (Hebreos 7: 27; 10: 7-14). Precisamente, por ello los que hubieran aceptado a través de la fe ese sacrificio serían descritos como los que habrían lavado sus ropas en la sangre del Cordero (Apocalipsis 7: 14). Sobre esa acción eficaz a día de hoy, es sobre la que se sustentarían futuras profecías de paz y sosiego y no sobre la fuerza militar de los judíos o sobre sus ansias de prosperidad.
Estas tres primeras profecías de Zacarías resultan de una trascendencia sobrecogedora y extraordinariamente práctica. Para muchos de nosotros, lo preocupante es lo actual, lo cotidiano, lo de cada día. Nos angustia la subida del desempleo, el empobrecimiento de nuestra sociedad, nuestra creciente inseguridad. A lo sumo, levantamos la mirada para ver algo de la situación internacional, pero siempre en conexión a nuestra ansiedad. Zacarías no niega que todo eso tenga relevancia –de hecho, la tiene- pero insiste en que la dimensión que realmente nos afecta está muy por encima.
De entrada, el aspecto fundamental de la misma es si vamos a vivir como una generación que ha comprendido lo que es auténticamente importante y que, por tanto, se convertirá a Dios o, por el contrario, será una generación que seguirá dándole la espalda como nuestros antepasados y continuará cosechando los frutos más amargos. Porque no podemos caer en la falsa confianza de pensar que los profetas estarán continuamente advirtiendo. Los profetas arrojan luz, pero, generalmente, es por un tiempo antes de ser encarcelados, muertos o enviados al exilio. De nada nos sirve su luminosidad, más o menos prolongada, si no hacemos caso de sus anuncios. Por lo tanto, la primera cuestión relevante es: ¿te volverás a Dios o no? ¿repetirás los errores de las anteriores generaciones o no?
Pero lo que señala a continuación Zacarías es más relevante si cabe. Pensar en Israel no es dejarse enredar por su política más o menos acertada o por sus acciones más o menos justas. Mucho menos todavía defender todo lo que haga sea bueno o malo. Pensar en Israel como Dios piensa es recordar que en un momento de la Historia, el mismo Dios se paseó por las calles de Jerusalén y lo hizo para que Su pueblo no estuviera formado sólo por los descendientes en la carne de su amigo Abraham sino por aquellos que creyeran en Su mesías fueran judíos o gentiles. La segunda cuestión por lo tanto es: ¿cuál es tu relación con ese Dios que se encarnó y caminó por las calles de Jerusalén? ¿Es eso central para ti o, por ejemplo, te preocupa más la titularidad jurídica de la ciudad?
Finalmente, se plantea una cuestión no menos relevante. El que cree que la solución de sus problemas espirituales está en un sumo sacerdote o en unas instituciones religiosas o en determinados ritos no sabe nada o, mejor dicho, sabe poco y mal. Incluso la punta de la pirámide de la institución religiosa es ocupada por alguien pecador al que el mismísimo Diablo acusaría con toda justicia. Al final, para que sea limpio de pecado no puede confiar más que en un Dios que actúa por pura gracia y así lo hace porque en Sus propósitos decidió acabar en un solo día con el pecado a través de Su mesías.
La grandeza de la Historia no se halla ni se hallará es un estado de Israel fuerte y nuclearizado ni en una jerarquía eclesial que se atribuye un poder para perdonar pecados que sólo tiene Dios ni en otras alternativas. La Historia encuentra su sentido en un mesías que se ofreció como sacrificio expiatorio una vez y para siempre abriendo el camino de salvación al género humano y dando base para una consumación de la Historia que jamás será alcanzada por nuestros medios. La pregunta de nuevo es directa y contundente: ¿espiritualmente eres un ser cubierto por tu propia inmundicia espiritual o, por el contrario, tus vestiduras son limpias porque han sido lavadas por la sangre del mesías que en un día, de acuerdo al plan de Dios, se ofreció para quitar el pecado?
Éstas son cuestiones realmente relevantes. Las otras son flor de días.
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