Solicito la indulgencia de los lectores para suspender esta semana la serie que llevo escribiendo desde hace meses sobre la Reforma necesaria y acercarme a la realidad más cotidiana y pedestre de la nación española.
Lo hago motivado por el número, verdaderamente considerable, de personas, creyentes y no creyentes, que me piden una opinión sobre el estado en que nos hallamos de la crisis, su futura evolución y su duración.
No me resulta especialmente agradable recordarlo, pero no me queda más remedio que hacerlo. Cuando eran millones –entre ellos algunos evangélicos– los que aplaudían la inicua política de ZP y de sus aliados nacionalistas, señalé, desde una perspectiva meramente espiritual, que el resultado a medio plazo sería una crisis económica e institucional de gravísimas dimensiones.
No se puede decir que exagerara un ápice y ya hay millones de españoles sufriendo las consecuencias directas de la suma de corrupción, mentira, sectarismo y anticristianismo que han significado los últimos años.
La nación está enormemente endeudada; las Comunidades autónomas resultan, con la excepción de Madrid, inviables con una Cataluña a la cabeza que acumula sobre si no menos del treinta por ciento de la deuda total de las CCAA; los ayuntamientos, con Madrid a la cabeza, suman una deuda superior a la de no pocas naciones; los terroristas están en las instituciones contra los principios más elementales de la justicia y, de manera muy especial, hay fuerzas políticas que han decidido que su única manera de recuperar el poder es hundir a la nación en una miseria que la coloque a la altura nada envidiable de Grecia.
Por encima de todas esas circunstancias,
se halla además que, con cinco millones y cuarto de parados como herencia de la acción de ZP y los sindicatos, la inercia de destrucción de empleo no se ha detenido y tiene visos de no hacerlo antes de rozar los seis millones de parados.
¿Y a partir de ahora? A partir de ahora comienza la parte dura de la crisis que los españoles padecemos desde un año antes de que comenzara en otros lugares del globo por la sencilla razón de que nuestra crisis es propia, anterior y sin relación con las contracciones sufridas en otras naciones. Lo vuelvo a subrayar: ahora es cuando empieza en España la parte dura de la crisis.
Frente a tan poca halagüeña perspectiva, nos hallamos en una encrucijada. La primera posibilidad es proseguir por el camino de la locura colectiva que tan mal resultado nos ha dado en los últimos años y bajo los auspicios de los mismos que han arruinado el país. La segunda es hincarnos de rodillas ante el Altísimo impetrando Su más que nunca inmerecida misericordia mientras ponemos en práctica los valores bíblicos que recuperó la Reforma del siglo XVI y que en España, salvo unos pocos, nadie asume ni practica.
Me refiero al trabajo duro y bien hecho por delante de la vagancia y el descuido; a la honradez acrisolada y a la austeridad en lugar del derroche y del latrocinio generalizados; a la veracidad frente a ese concepto de que la mentira es un pecado venial y sin mayor relevancia; a la renuncia a los privilegios frente al blindaje de ingresos injustificados como el de ese jefe de UGT en Madrid que vocifera demagogia a la vez que ingresa –tan sólo como consejero de un banco– ciento ochenta y un mil euros al año, bien es verdad que no es el liberado sindical que más ingresa.
Si, efectivamente, asumimos e insistimos en que todos asuman los valores bíblicos impulsados por la Reforma y suplicamos la misericordia de Dios, al cabo de seis meses, tenemos posibilidades de haber superado la crisis, de haber tocado fondo y de comenzar un largo y penoso ascenso hacia el fin de la crisis. Si seguimos como hasta ahora, vamos irremisiblemente al desastre, un desastre, por cierto, que ya planea a corto plazo sobre una importante nación de Hispanoamérica.
Y la semana que viene, Dios mediante, seguiremos con la serie sobre la Reforma.
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