Estamos informados, superinformados, sobreabundantemente informados sobre el llamado movimiento del 15M. Las siglas corresponden al 15 de mayo último, cuando miles de jóvenes tomaron por asalto puntos céntricos de nuestra ciudad.
Decían que estaban indignados contra las instituciones del país. Tarea fácil. Sentirse arropado por la masa y declararse indignado por el panorama social y político, decir no a lo inaceptable, requiere poco esfuerzo. Más esfuerzo se necesita para la acción, para tomar el pico y la pala y sudar para construir o reconstruir lo que no gusta. Lo dejo aquí. Podría escribir decenas de folios sobre esta abundancia de palabras y carencia de compromiso real.
Indignarse no es más que sentir un enfado vehemente contra personas o cosas. En el caso de los jóvenes del 15M la indignación iba contra las instituciones.
La Bibliapresenta ejemplos de grandes hombres que en algún momento de sus vidas se indignaron con Dios.
Uno de ellos fue
Moisés. La misión histórica que Dios había puesto sobre sus hombros le abrumaba cuando la ingratitud de los judíos le hería el corazón. Se indigna con Dios y le dice: “¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Lo engendré yo para que me digas: Llévalo en tu seno, como lleva la que cría al que mama?... No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía”.
Descorazonado, indignado, Moisés pide a Dios que le quite la vida si no le presenta mejores perspectivas: “Si así lo haces conmigo, yo te ruego que me des muerte” (
Números 11:12-15).
Más amplia, más amarga es la indignación de Job contra Dios. Sus palabras pueden parecer irreverentes, pero es preciso tener en cuenta las circunstancias en que fueron pronunciadas.
Job cree que cuando más tranquilo estaba Dios lo cogió por el cuello y lo convirtió en el blanco de todas sus saetas. Así lo expresa en este pasaje desgarrador: “Si hablo, mi dolor no cesa; y si dejo de hablar no se aparta de mí. Pero ahora tú me has fatigado; has asolado toda mi compañía. Tú me has llenado de arrugas; testigo es mi flacura, que se levanta contra mí para testificar en mi rostro. Su furor me despedazó, y me ha sido contrario; crujió sus dientes contra mí; contra mí agudizó sus ojos mi enemigo. Abrieron contra mí su boca; hirieron mis mejillas con afrenta; contra mí se juntaron todos. Me ha entregado Dios al mentiroso, y en las manos de los impíos me hizo caer. Próspero estaba, y me desmenuzó; me arrebató por la cerviz y me despedazó, y me puso por blanco suyo. Me rodearon sus flecheros, partió mis riñones, y no perdonó; mi hiel derramó por tierra. Me quebrantó de quebranto en quebranto; corrió contra mí como un gigante. Cosí cilicio sobre mi piel, y puse mi cabeza en el polvo. Mi rostro está inflamado con el lloro, y mis párpados entenebrecidos, a pesar de no haber iniquidad en mis manos, y de haber sido mi oración pura” (
Job 16:6-17).
David sufre una experiencia parecida a la de Job. “Me he consumido a fuerza de gemir; todas las noches inundo de llanto mi lecho, riego mi cama con mis lágrimas. Mis ojos están gastados de tanto sufrir; se han envejecido a causa de todos mis angustiadores” (
Salmo 6:6-7).
Lo de
Jeremías es dramático, trágico. Su indignación parte del hecho de considerarse engañado por Dios: “Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste”.
La indignación de este profeta es desesperante. Quisiera no haber nacido y desea morir: “¿Por qué no me mató en el vientre, y mi madre hubiera sido mi sepulcro… ¿Para qué salí del vientre? ¿Para ver trabajo y dolor, y que mis días se gastasen en afrenta?”
Desfallecido, quiere renunciar a la misión que Dios le había encomendado: “Dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre” (
Jeremías 20:7-8).
Pensando y escribiendo desde una perspectiva puramente humana, creo que en algún momento de nuestra vida todos nos hemos indignado con Dios. Cuando en el futuro caigamos en esta tentación, recordemos que no todo lo que nos ocurre podemos entenderlo aquí en la tierra, según palabras de Jesús a Pedro: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora” (
Juan 13:7), y Moisés al pueblo hebreo: “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios” (
Deuteronomio 29:29).
En la conclusión de este articulito quiero ofrecerte la oración de un gran creyente francés, Blas Pascal, filósofo y científico del siglo XVII. Aquí la tienes: “Padre celestial, no te pido salud, ni enfermedad, ni vida, ni muerte, sino que tú dispongas de mi salud y de mi enfermedad, de mi vida y de mi muerte. Para tu honra y mi salvación. Solo tú sabes lo que es para mi bien. Solo tú eres el Señor, haz lo que quieras, quítame, pero conforma mi voluntad a la tuya”.
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