Los libros proféticos (XXVII): Daniel (VI): un poco de Historia, el rey del norte y el rey del sur (I) (Daniel 10-11).
Como tuvimos ocasión de ver en los últimos estudios, ha sido una deplorable constante relacionada con el libro de Daniel la de identificar con hechos futuros lo que son profecías meticulosamente cumplidas. De esa manera, la fascinante realidad de la exactitud de la Palabra de Dios a la hora de cumplirse se ve sustituida por una penosa y no pocas veces ridícula especulación sobre el futuro.
Esa circunstancia vuelve a cumplirse en los capítulos 10 y 11 de Daniel que se ha asociado, entre otras cosas, con Alemania y Gran Bretaña, Estados Unidos y la URSS e incluso con la Unión Europea. La realidad en que en sus versículos se describen realidades meticulosamente cumplidas.
El capítulo 10 describe una visión más que relevante de Daniel que anunciaba una gran calamidad (v. 1). Vino precedida por un ayuno de tres semanas (v. 2) aunque, desde el primer momento, desde el mismo instante en que Daniel se humilló ante Dios sus palabras fueron escuchadas (v. 12).
La razón de que la respuesta en forma de visión tardara se nos da de una manera enigmática (v. 12-3). Nada menos que el príncipe del reino de Persia se lo impidió durante ventiún días y, al final, pudo prevalecer sobre él con la ayuda de Miguel. ¿Está hablando de una lucha angélica, invisible y secreta, cuyos términos se nos escapan? Posiblemente. ¿Se refiere a potencias espirituales que dominan a las naciones? También es posible (v. 19-20). En cualquier caso, Daniel no se explaya en un tema que es plato delicioso para los que ansían perder el tiempo en lugar de reflexionar en las enseñanzas de la Palabra. Lo importante es un mensaje relacionado con Israel, un mensaje terrible. A eso se refiere la visión (v. 14).
Todavía habría tres reyes de Persia (11: 2) –Ciro, Cambises, Darío Histaspes– y un cuarto –Jerjes– que haría la guerra a Grecia.
Los griegos lograron contener a los persas una y otra vez, pero la victoria final la llevaría a cabo un griego Alejandro (v. 3). En la cima de su fama, su reino se dividiría en cuatro –los famosos Diádocos– que no eran parientes suyos y que nunca conseguirían estar a la altura del poder de Alejandro.
El rey del sur (v. 5) es precisamente uno de ellos, Ptolomeo Lago que se estableció en Egipto, pero que intentó también regir el territorio de Israel. Uno de sus generales, Seleuco Nicator, (v. 5) llegó a ser más poderoso. Tras la batalla de Gaza (312 a. de C.), Seleuco fundó un reino propio en Siria que, en realidad, se extendía hasta el Indo y constituía un imperio enorme.
Tanto fue así que una hija del rey del sur –Berenice- contrajo matrimonio con él para estrechar relaciones, pero el matrimonio concluyó en divorcio y así no conservó su fuerza la hija del rey del sur (v. 6). Aquella afrenta fue vengada (v. 7) por un pariente de la princesa, concretamente Ptolomeo III Evergetes que emprendió una ofensiva Seleuco II Calínico.
Tal y como esta profetizado (v. 7-8), esa campaña permitió al rey del sur apoderarse de las plazas fuertes del rey del norte –Seleucia, llegando hasta Babilonia– y regresar con botón a Egipto.
Tras unos años sin hostilidad, el rey del norte Seleuco II Calínico lanzó una campaña contra el del sur, pero fue derrotado y se vio obligado a regresar a su tierra (v. 9). Con posterioridad, su hijo Antíoco III el grande (223-187 a. de C.) atacó la Palestina gobernada por Ptolomeo IV Filopator. Al principio se impuso militarmente (v. 10), pero finalmente fue derrotado por el rey del sur en Rafia (217 a. de C.) quedando Palestina bajo su control. Ptolomeo no supo aprovechar su victoria y, al fin y a la postre, Antíoco III el grande, tras una serie de triunfos en Persia y Asia menor, volvió a atacar Egipto (v. 13). Así llegó a Gaza aprovechando las disensiones internas de Egipto (v. 14).
Finalmente, el rey del norte, Antíoco el grande, venció a los ejércitos del rey del sur en Banias –la Cesarea de Filipo de los Evangelios– en 198 a. de C.. La consecuencia inmediata fue que el rey del norte se quedó con lo mejor de la tierra hermosa, la de Israel. En un intento de acabar sometiendo pacíficamente Egipto, ofreció a su hija Cleopatra (v. 16) al rey egipcio Ptolomeo V. en ese paso pudo pesar también el deseo de no chocar con una Roma que había vencido a Aníbal en Zama y que ya había advertido que no iba a tolerar la expansión de los seleucidas a costa de Egipto.
El matrimonio se celebró, pero el plan no salió como se esperaba (v. 17) porque la esposa decidió apoyar a su marido en lugar de a su padre. Sí es cierto que vistos sus éxitos, decidió expandirse a las islas (v. 18), es decir, el Mediterráneo griego. En 192 a. de C., invadió Grecia. La operación acabó en derrota porque las legiones romanas le salieron al paso derrotándolo en Magnesia.
Así, Roma devolvió el insulto (v. 18) a Antíoco el grande que, a pesar de las presiones romanas, tuvo la osadía de brindar refugio al derrotado Aníbal. Antíoco el grande se vio obligado a retirarse a las fortalezas de su tierra, es decir, a Siria (v. 19) cayendo, finalmente, asesinado al intentar apoderarse del tesoro de Elimaide (187 a. de C.).
Lo peor, sin embargo, para Israel estaría por venir.
Continuará
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