Los libros proféticos (XXVI): Daniel (V): la profecía de las setenta semanas del libro de Daniel capítulo 9.
Como hemos tenido ocasión de ver en semanas anteriores, Daniel es un libro que ha sufrido una suerte aciaga desde inicios del siglo XIX. En lugar de proceder a la lectura de lo que aparece en sus capítulos, se han ido tejiendo imaginativas interpretaciones futuras sin punto de contacto con la realidad.
Ya hemos visto lo insostenibles que resultan en relación con profecías como las de los cuernos pequeños –que son personajes distinto – o la estatuta de Nabucodonosor. Sin embargo, donde la escatología ficción llega a su cumbre es en la interpretación dispensacionalista de las setenta semanas.
De acuerdo con la misma, se cumplirían, primero, las sesenta y nueve primeras semanas y luego tendría lugar la detención del reloj escatológico dejando la semana setenta para el futuro. En esa semana setenta se irían acumulando un arrebatamiento pre-tribulacional de la iglesia, la aparición del Anticristo -entendido como un dictador político – un pacto con Israel quebrantado, la conversión de los judíos, la gran tribulación, etc, etc, etc.
Para adobar la disparatada teoría se entrecruzarían textos que no tienen nada que ver con las setenta semanas construyendo una visión del futuro en apariencia coherente, pero, en realidad, sólo novelesca. Y, ciertamente, ha sido la novela la que más se ha beneficiado de esa interpretación como demuestra la serie de Dejados atrás (Left Behind), un conjunto de relatos de ficción más o menos entretenidos, pero que, bíblicamente, hablando, resulta deplorable, por no decir abiertamente ridículo. Todo esto oculta además todas las lecciones espirituales que aparecen en el libro de Daniel.
El capítulo 9 comienza con un Daniel que se percata (9: 1-2) de que los setenta años de desolación profetizados por Jeremías (Jeremías 25: 11; 29: 10) están a punto de concluir. No se trata de un tema baladí porque la destrucción de Judá y del templo de Jerusalén fue el mayor desastre de la Historia de Israel. La cuestión que ahora se planteaba era doble. En primer lugar, ¿había aprendido el pueblo judío la lección?. En segundo lugar, ¿se trataría de un episodio irrepetible o cabía la posibilidad de que se repitiera un episodio semejante en el futuro?
Daniel, desde luego, adoptó un punto de vista que era todo menos victimista. En su oración a Dios, no aparecen reflexiones sobre la crueldad de los babilonios o llamamientos a un “nunca más” o referencias a un nacionalismo que ve todo el mal en los otros y sólo el bien en los propios.
Tampoco se le ocurrió alegar que Israel se merecía un trato privilegiado de benevolencia hacia sus iniquidades al ser el pueblo de Dios.
Daniel presenta una visión radicalmente distinta. Si los habitantes de Judá llevaban décadas sufriendo un amargo destierro era porque “todo Israel traspasó Tu ley apartándose para no obedecer Tu voz; por lo que ha recaído sobre nosotros la maldición y el juramento que aparece escrito en la ley de Moisés, siervo de Dios, porque contra El pecamos” (9: 11). El texto difícilmente podría ser más claro. Todo lo que había sucedido se debía no a circunstancias políticas, geo-estratégicas, militares. A decir verdad, esos aspectos, aunque reales, eran, en el fondo, secundarios. La cuestión de fondo era que Judá había violado el pacto que tenía con Dios y, tal y como contemplaba la Torah, Dios había actuado en consecuencia. No había culpas que arrojar sobre otros sino pecados propios que reconocer, responsabilidades nacionales e individuales que asumir, desobediencas que aceptar. Dios, en realidad, había cumplido con Su palabra (9: 12). Era Israel el que no lo había hecho y los pecados de varias generaciones habían tenido el resultado que era de esperar para cualquiera que no se cegara por el orgullo espiritual o nacional (9: 16). Partiendo de esa base, Daniel suplicaba a Dios que revirtiera la situación que Israel padecía desde hacía setenta años e incluso asumía su parte de responsabilidad colectiva (9: 19).
En medio de su oración, en la que confesaba su pecado, pero también, solidariamente el de su pueblo (9: 20), Daniel recibió la visita de Gabriel (9: 20-21). Gabriel pronuncia entonces una profecía que tendría que ver con finalidades muy concretas (9: 24) que se verían realizadas en un lapsus de tiempo de, literalmente, siete setenas.
Durante las primeras sesenta y nueve semanas, se producirían acontecimientos muy importantes como la orden para salir y reconstruir el Templo y la ciudad de Jerusalén; la realización de esa construcción en medio de la dificultad y la aparición del mesías. Esta parte de la profecía es muy fácil de identificar. El punto de partida es el denominado edicto de Esdras del 457 a. de C., el séptimo año de Artajerjes (Esdras 7: 1-28), que permitió la reconstrucción de Jerusalén y del templo sobre una base legal. Esdras y los judíos que lo acompañaban llegaron a Jerusalén el quinto mes del séptimo año (457 a. de C.) y comenzaron, en medio de circunstancias bien difíciles, una reconstrucción que, como señaló Gabriel a Daniel, concluyó con éxito. Desde ese punto de partida hay que contar 69 semanas a razón de día por año lo que nos da un total de 483 años. Si los contamos desde el 457 a. de C. llegamos al año 26 d. de C. ¿Qué sucedió en el 26 d. de C.? Algo enormemente relevante. Era el año 15 del emperador romano Tiberio –Tiberio había reinado dos años con Augusto más trece en solitario– y comenzó su predicación un profeta judío conocido como Juan el Bautista (Lucas 3: 1-3). Ese mismo año, el mesías apareció y así quedó de manifiesto al ser bautizado por Juan que lo reconoció como tal (Lucas 3: 21-22; Juan 1: 32-34). El pasaje tiene una enorme relevancia porque el mesías, de acuerdo a la profecía de las setenta semanas, debía manifestarse en el año 26 d. de C., y no en un futuro lejano de esta fecha. O el mesías apareció entonces o, sinceramente, no deberíamos esperar que apareciera.
Con la terminación de la semana sesenta y nueve en el año 26 d. de C. no se produjo una detención del reloj escatológico, como pretenden algunos con más imaginación que conocimiento de la Historia y de las Escrituras. Tampoco la semana setenta se ve proyectada a más de dos mil años de distancia. En realidad –y es lógico– a la semana sesenta y nueve le sigue inmediatamente la setenta. Justo entonces, ya en la setenta, el mesías sería asesinado (9: 26). En algún tiempo después del asesinato del mesías vendría un príncipe que destruiría Jerusalén y el santuario. El versículo 27 es una repetición de este mismo leit-motiv. El pacto con muchos sería confirmado –una referencia expresa al sacrificio de Jesús que inauguraría el Nuevo pacto con muchos (Mateo 26: 25-29)– pero la ciudad de Jerusalén sería desolada (9: 27).
También resulta fácil contemplar el cumplimiento de la profecía global. La muerte del mesías fue tres años y medio más tarde de su manifestación, a mediados de la semana setenta. Más en concreto el viernes 7 de abril del año 30, justo a la hora en que se sacrificaban los corderos lo que, espiritualmente, significaba el final del sistema sacrificial de la Torah y su sustitución por una ofrenda no de animales sino perfecta.
Sin embargo, la muerte del mesías no significaría el final de los pesares. Por el contrario, después de ella un príncipe arrasaría la ciudad de Jerusalén y su templo. Es sabido que así sucedió cuando, en el año 70 d. de C., las legiones romanas de Tito entraron en la ciudad y arrasaron el santuario. De manera bien significativa, esta parte de la profecía la identificaría Jesús con su anuncio de la destrucción del templo y lo señalado por Daniel en esta profecía de las setenta semanas (Mateo 24: 15; Marcos 13: 14).
De hecho, si se reflexiona con cuidado y no se entra en el delirio, la muerte expiatoria del mesías cumpliría el contenido de la profecía expresado en 9: 24: “para terminar la prevaricación, y poner fin al pecado, y expiar la iniquidad, para traer la justicia perdurable, y sellar la visión y la profecía, y ungir al Santo de los santos”. El sacrificio del Siervo sufriente significó la expiación una vez y por todas de la iniquidad (Hebreos 9: 21-28); la satisfacción de la justicia de Dios que no es por nuestras obras sino por la propiciación realizada por el mesías (Romanos 3: 22-28); la posibilidad de perdón de todos los pecados (Isaías 53: 4-7); la entrada en el Lugar santísimo no sólo de él sino también de los que creyeran en él como mesías (Hebreos 10: 19) y el sello de la visión y de la profecía porque Dios, que en el pasado habló de muchas maneras, en ese final de los tiempos hablaría “en Hijo” (Hebreos 1: 1-2). Sí, cierto, el templo de Jerusalén y la ciudad volverían a ser destruidos de manera aún más dramática que en la época de Nabucodonosor; sí, sería un juicio como el sufrido en la época de Nabucodonosor; pero esa terrible realidad no debería abrumar a Daniel como si el destino de Israel fuera el de una noria. No debería ser así porque, junto al juicio de Dios –reconocido incluso en el Talmud en relación con la destrucción del templo en el 70 d. de C.– se habría producido con anterioridad, justo a la mitad de la semana setenta, algo que cambiaría la Historia de manera radical: la muerte del mesías.
En el siglo VI a. de C., la destrucción de Jerusalén y del templo había sido un drama con resonancias de pavoroso vacío. En el siglo I d. de C., la tragedia habría sido precedida, a la mitad de la semana setenta, por la acción más importante de Dios en la Historia, una acción que cumplía las expectativas de milenios, que convertía ya en inútiles los sacrificios de animales que desaparecerían, que sellaba el nuevo pacto, que expiaba los pecados de muchos, que abría el camino para recibir la justicia a través de la fe. Desaparecía un viejo sistema para ser sustituido por otro perfecto. Como bien supo ver antes del 70 d. de C., el autor de la carta a los Hebreos (8: 13), el sacrificio del mesías anunciaba que pronto desaparecería el sistema sacrificial del templo de Jerusalén.
Naturalmente, la realidad de la profecía –que señalaba con nitidez hasta la fecha de la manifestación del mesías y de su asesinato– puede opacarse pensando en una futura invasión de Israel por Rusia o en la reconstrucción del templo por un anticristo que en nada se parece a lo que afirma la Biblia o en cualquier otro fruto de imaginaciones calenturientas. Sin embargo, la Palabra de Dios es muy clara y así podemos verlo al contemplar profecías ya cumplidas. Esa gloriosa realidad habría ya quedado de manifiesto cuando el templo desapareciera por segunda vez por razones nada diferentes a las que habían causado su primera destrucción.
Se mire como se mire, el contenido de la Biblia siempre supera los dislates humanos aunque se conviertan en novelas y sean llevados a la gran pantalla.
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