No se quieren ir. Algunos sienten que se han quitado un peso de encima. Hay algo raro en el ambiente. Involuntariamente todos, entre
twit y
twit, pensamos en los libros de historia.
Se ofrecen a barrer y fregar cívicamente las calles que ocupan. Se establecen asambleas y diálogos. En Twitter no dejan de insistir en que se necesita paz para que el movimiento prospere. ¿Qué movimiento? No son más que personas reunidas en una plaza, jóvenes, mayores, con corbatas o con rastas, hay de todo. No parece que vayan contra nada específico. No parece tener sentido. No tienen nada más en común que su indignación.
¿Indignados contra qué?
Quizá indignados, en el fondo, contra nuestra propia herencia. La historia de España no nos favorece.
Muchos somos jóvenes y yo, voluntaria o involuntariamente, formo parte de esta generación, aunque yo tengo casa y trabajo, y mi futuro no lo siento incierto. Pero aun así me quejo. Lo tengo que hacer. Hay cosas que me dan vergüenza, empezando por mi propia pasividad.
Hemos crecido escuchando que no tenemos derecho a quejarnos de nada porque nosotros no vivimos una guerra, ni una posguerra, ni una dictadura. Que nosotros no sabemos lo que es sufrir. Que deberían mandarnos al frente para que aprendamos. Los jóvenes de este país hemos sido culpables mucho tiempo de una herencia que no nos pertenecía. Nuestras quejas no tenían validez por el estúpido argumento de que otros habían sufrido más que nosotros. Lo peor es que nos lo creímos, y no nos dimos cuenta de que bajo ese mismo argumento habría quedado anulada cualquier reclamación social del siglo XX.
Hay muchos jóvenes, casi todos los que están en paro, los que no pueden independizarse, los que nunca llegarán a cotizar lo necesario para poder optar a una jubilación, que no se han querido ir aún de la plaza. ¿Es una juventud perdida? ¿Nos hemos perdido nosotros solos o nos han extraviado? ¿Por quién nos hemos dejado traspapelar?
Los que nos pedían que nos calláramos apelaban al espíritu de unidad de la Transición, momento histórico que puesto que muchos de nosotros no vivimos no tenemos opciones de cuestionar, ni tampoco derecho a opinar sobre él. Les pertenecía a ellos y ellos son los únicos capaces a gestionarlo. Nos piden que no destrocemos quejándonos el avance político y social que se consiguió en la sociedad española después de la muerte de Franco. Apelan a nuestro miedo, a nuestra indiferencia, a la prosperidad de nuestros padres. Sin embargo, la cuestión es que precisamente haciendo honor a esa Transición debemos retomar su espíritu y terminarla. Lo hemos hecho tarde, y más o menos mal, pero al menos hemos llegado a la conclusión.
Hay muchas tareas pendientes desde hace más de treinta años. Se consolidó la transición política, cierto, y cierta transición social mediante la cual una parte de las heridas abiertas de la Guerra Civil se cerraron. ¿Pero hay alguien que se crea de verdad que esos pocos pasos fueron suficientes?¿Y qué hacemos entonces con las controversias? ¿Dónde las enmarcamos?
Muchos
derechos básicos de la Constitución que nos ampara no se están cumpliendo.
El
órgano judicial es un títere en manos del bipartidismo, que se ha pasado años peleándose por colocar a sus jueces favorables en los puestos más honrosos.
No se realizó una
transición económica. Muchos de los problemas de esta crisis han tenido su raíz en un sistema enfermizo y anticuado. Aunque en España hay suficientes
licenciados y doctorados para ser una potencia mundial en I+D en cualquier campo científico o tecnológico existente o por inventar, lo asombroso es que en la época de bonanza lo que ha crecido ha sido el
sector de la construcción y el turismo, exactamente igual que en los felices 60, cuando se decidió que éste era el país de la siesta y las sevillanas.
Llevamos cincuenta años sin plantearnos
el modelo económico, aunque el mundo haya dado muchas vueltas desde entonces. La fuga de cerebros nos perjudica a todos, pero beneficia a los individuos que ven recompensando su esfuerzo y años de estudio con un sueldo digno y un trabajo edificante, aunque sea desterrados.
También está pendiente
la transición religiosa; el 9 de mayo los evangélicos de Madrid se manifestaron reclamando unos derechos que nos unen irremediablemente a las protestas del 15 de mayo. La iglesia católica no nos representa a todos, pero sí se lleva el dinero de todos, amparada por los gobiernos de turno, del color que sean, incapaces de plantarle cara al Vaticano. Y en el mejor de los casos no debemos quejarnos porque nos advierten que bastante tenemos con que nos permitan mantener abiertos nuestros locales de culto, que peor se vivía con Franco. Incluso obviando la cantidad de locales que se cierran arbitrariamente bajo abusivas normativas para bares y discotecas, sin contar que son lugares de culto igual de dignos por derecho a cualquier catedral, los protestantes de España son, a efectos prácticos, ciudadanos de segunda. Se tienen que acabar los funerales de estado católicos, jurar los cargos políticos delante de una cruz y besar las manos de los santos como acto oficial: porque es anticonstitucional, así de sencillo. Son nuestros derechos y no los hemos reclamado.
¿Pero el problema de fondo es un problema político? En parte sí, pero solamente en la parte en la que los políticos deberían desarrollar las peticiones de la ciudadanía y trabajar por obtener mejoras. Los políticos deberían ser un grupo de personas a los que se les paga para hacer que las cosas funcionen. Pero en vez de eso, en España recién nos despertamos para darnos cuenta de que los políticos solamente trabajan para la política.
No, el problema de fondo va mucho más allá.
La crisis no es de los otros, también es nuestra. Y la culpa también es nuestra, de todos. De políticos, de empresarios, de sindicatos, de obreros, de parados, de universitarios. De los protestantes españoles. Llevamos demasiado tiempo creyéndonos las víctimas, todos, víctimas de conspiraciones, de despropósitos, de intereses ocultos, de los prejuicios de los demás: creyéndonos las mentiras que nos decimos unos a otros sin tomar responsabilidad por nada.
Y
nosotros, como cristianos, también somos responsables de esta crisis. La sociedad ve a Dios como un ente lejano y ausente, pero eso solamente es el reflejo de cómo ha visto a los cristianos.
Ahora que llega el momento de tomar partido no nos atrevamos a parar a preguntarnos si es cristiano o no intervenir. Esa pregunta está fuera de lugar. Este es nuestro momento de la historia, y este es nuestro papel: ser ciudadanos responsables.Delante de Dios tenemos el privilegio de demostrar que el Dios en el que creemos se preocupa por nosotros y por nuestras vidas. Sentirnos extranjeros espirituales no es una excusa válida para la inactividad o la indiferencia. Tenemos la obligación de bendecir la sociedad en la que nos encontremos, y ahora mismo somos de bendición reclamando nuestros derechos. Derecho a terminar de una vez por todas la Transición. A ser un país que supere su adolescencia histórica y se desprenda de miedos, amenazas del pasado y paternalismos.
Espiritualmente, hagamos lo que es digno de nosotros como hijos de Dios, sin afiliaciones ni dudas: compartir nuestra esperanza. Luchamos para que el presente tenga sentido y sea justo, pero nosotros no le tenemos miedo al futuro ni al cambio, y ese debe ser nuestro mensaje.
Sea como sea, pensemos lo que pensemos, tenemos que admitir que estamos viviendo un momento histórico del que no podemos desprendernos. A partir de ahora es cuando entran en vigor las palabras de Pablo: no conformarse a este mundo, sino renovarnos. Y renovarlo. El por qué lo encontrarán nuestros descendientes, cuando nos lean en sus libros de historia. Lo que nosotros tenemos que aprender hoy es que Internet no es una anécdota y que las redes sociales no son un nido de chismosos. Las protestas de mayo de 2011 en España ya tienen página en Wikipedia: ya es oficial. Nos toca a nosotros terminar el trabajo.
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