Los libros proféticos (XXV): Daniel (IV): la profecía cumplida y la derrota segura de los cuernos pequeños.
Para aquellos empeñados en proyectar el libro de Daniel hacia el futuro en un ejercicio de imaginación, el capítulo 8 representa una nueva oportunidad. El cuerno pequeño vuelve a ser el Anticristo como gobernante político –no hay un solo pasaje en la Biblia donde se de ese significado al término anticristo- y a continuación aparecen en raudal las más delirantes especulaciones.
Aclaremos ya desde el principio que el cuerno pequeño del capítulo 7 surge a partir de Roma y el del capítulo 8 a partir de Grecia con lo cual es imposible que hablemos de lo mismo.
Por añadidura, los datos del capítulo 8 son mucho más fáciles de identificar que los del capítulo 7 donde cabe un par de posibles identificaciones. Eso sí, algo de Historia hay que saber para comprender la profecía –más que cumplida– de Daniel.
Daniel señala que la visión la tuvo cuando aún reinaba Baltasar (Belsasar) (8: 1). Lo primero que vio fue un carnero con dos cuernos desiguales de los cuales el mayor se hizo todavía más grande y embistió adonde quiso (8: 3-4). La referencia es fácilmente identificable como el imperio medo-persa en el que los persas –el cuerno más alto– siempre fueron más importantes que los medos y siguieron aumentando su relevancia a partir de Ciro hasta el punto de que, convencionalmente, se suele hablar de imperio persa.
Contra el carnero –Medo-persia– se alzó un machó cabrío de origen occidental (8: 5) que se expandió con tal velocidad que parecía no tocar la tierra (8: 5). Un rey controlaba a esta potencia –el cuerno entre los ojos (8: 5) que batió en toda regla a los persas (8: 6-7). La referencia a Alejandro Magno es clarísima.
No sólo es que aniquiló al imperio persa sino que, por añadidura, el simbolismo es magnífico. En su camino hacia el rey persa, Alejandro se detuvo en Egipto y descendió hasta el oasis de Asiut donde se rendía culto a Amón. Los astutos sacerdotes egipcios dijeron a Alejandro que era hijo del dios Amón, algo que el joven macedonio aceptó encantado y, como muestra de ello, acuñó monedas en las que aparecía con los cuernos de un macho cabrío.
Por cierto, hasta el día de hoy, los árabes siguen llamando a Alejandro “el de los dos cuernos”. Hay que reconocer que el símbolo trasladado por Daniel difícilmente hubiera podido ser más acertado.
Como es sabido –y vio Daniel– Alejandro, el gran cuerno, murió y en su lugar surgieron otros cuatro (8: 8). Así fue. El imperio de Alejandro acabó dividido entre Casandro en Macedonia, Lisímaco en Tracia y Asia menor, Seleuco en Siria y Ptolomeo en Egipto.
De uno de estos cuatro reinos surgiría un cuerno pequeño –otro más, otro diferente– que se extendió hacia el sur, oriente y “la tierra gloriosa”, es decir, el territorio de Israel (8: 9). Obviamente, Daniel estaba viendo a Antíoco IV Epífanes que descendía de los seleucidas y que se extendió en esas direcciones. Entró, al sur, en Egipto y, a oriente, en Elimais y Armenia. No sólo eso. Ofendería gravísimamente a Dios y lograría suspender el sacrificio y profanar el templo de Jerusalén (8: 10-11).
Así fue efectivamente porque Antioco IV conquistó Jerusalén y convirtió el templo en un lugar de culto a Zeus a la vez que sacrificaba cerdos en el altar de los sacrificios. Como dice el v. 12 “hizo cuanto quiso” y, efectivamente, así fue. De hecho, prohibió el cumplimiento de la Torah y quemó las Escrituras a la vez que paralizaba la vida del templo.
Antíoco IV se presentaba a sí mismo como Epífanes (manifiesto, es decir, dios manifiesto), pero los judíos, realizando un juego de palabras, lo llamaban Epímanes (el loco).
El drama era tan sobrecogedor –ni siquiera Nabucodonosor se atrevió a tanto– que no sorprende que se planteara la duración de aquel ultraje causado por el cuerno pequeño (8: 13). La respuesta fue clara: dos mil trescientos días (tarde y mañana es el término para hablar de un día, como sabe cualquiera que lea el capítulo 1 de Génesis).
La cifra es correcta porque fue el tiempo que duraron (171-165 a. de C.,) las acciones sacrílegas de Antioco IV. De hecho, finalmente los rebeldes judíos pudieron volver a consagrar el templo. ¿Es esta interpretación y no la que ve en este texto al Anticristo en este capítulo la correcta? Sin la menor duda.
De entrada, en el v. 17 se nos habla de que se trata de una visión “para el tiempo del fin” aunque ese dato queda matizado por el hecho de que ese fin es el de la ira (8: 19), hecho este que debería recordarse cuando se leen ciertos pasajes de la Biblia. Es decir, no se nos está hablando de hechos que sucederán dentro de milenios sino mucho antes.
Por si hubiera alguna duda, el ángel señala la interpretación de los símbolos: el carnero es Medo-Persia (8: 20), el macho cabrío es el rey de Grecia y el cuerno grande su primer rey, es decir, Alejandro (8: 21), los cuatro cuernos fueron los cuatro reinos que surgieron después de Alejandro (8: 22) y, tras éstos, un cuerno pequeño que sería malvado y que se levantaría contra el mismo Dios (8: 25).
Su final no sería por mano humana. Efectivamente, Antíoco IV murió no asesinado sino de enfermedad, una enfermedad que los judíos atribuyeron, comprensiblemente, a la acción de Dios.
Por supuesto, la profecía tardaría muchos días en cumplirse, pero aún así, Daniel quedó enfermo por días y no podía ser menos ya que implicaba que si, algún día, había un regreso a la Tierra –es así como se llama en las fuentes judías al territorio histórico de Israel- el templo volvería a ser horriblemente profanado, de hecho, más que bajo Nabucodonosor.
No sorprende que Daniel no sólo se sintiera horrorizado sino también confuso sin terminar de entender lo contemplado (8: 27). Nosotros sí podemos entenderlo con notable claridad siempre que estemos dispuestos a leer la Biblia con atención y no a perdernos en absurdas –incluso ridículas– especulaciones sobre el futuro.
Daniel no es un plano de nuestro futuro sino una clara descripción de la Historia que obliga a reflexionar por nuestro bien en el día de hoy. Los cuernos pequeños que persiguen al pueblo de Dios aparecen vez tras vez a lo largo de los siglos.
Blasfemos altivos, arremeten contra los que pretenden ser fieles a Dios y, sobre todo, intentan extirpar el testimonio de las Escrituras quemándolas de la misma manera que hicieron en su día Antíoco IV, los emperadores romanos o la Inquisición.
Por un tiempo, siempre parecen que se van a imponer y que se han impuesto sobre Dios y Su pueblo. Así es porque, históricamente, no han tenido problema alguno en derramar la sangre de los fieles a la enseñanza de la Biblia. Sin embargo, es un craso error aceptar ese punto de vista porque, al fin y a la postre, comparados con Dios son sólo pequeños cuernos que acabarán derrotados y será así porque Dios es el Señor de la Historia. Esta es la realidad de la Biblia. Lástima que algunos prefieran elucubrar con un futuro que, por añadidura, no tendrá nunca lugar.
Continuará
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