Personalmente, creo que Delibes fue el mejor novelista español de la segunda mitad del s. XX. No me cabe duda de que superó incluso a Camilo José Cela –aunque no consiguiera como el gallego el Premio Nobel– y que, estilísticamente, sólo hubo dos o tres que se le acercaron y ésos ya están prácticamente olvidados.
Sin embargo, lo que, con el paso de los años,
me ha ido impresionando de manera creciente en Delibes ha sido la forma en que fue cobrando altura humana a medida que se iba desarrollando su quehacer literario.
El primer Delibes era un buen autor atrapado por los elevadísimos cielos de Castilla, los campos interminables a orillas del Duero y la pasión por la caza. A mitad de camino entre el costumbrismo y la descripción regional, no pasaba –y ya era mucho– de ser un buen artesano de las letras.
Sin embargo,
Delibes logró ya a mediados de los años sesenta elevar el vuelo de ese no insignificante punto de partida y remontar su prosa en alas de temas eternos.
Recordaba hace tan sólo unas semanas la actualidad pasmosa, casi cortante, de «Cinco horas con Mario». Podría decirse lo mismo de «Mi idolatrado hijo Sisí», en el que cuestionaba la versión oficial –de entonces, se entiende– de una guerra que había catapultado a unos hermanos contra otros y en la que se vieron atrapadas millones de familias que pagaron un elevadísimo tributo por los sueños de unos y de otros, pero, a la vez, podía descender a ese mínimo común denominador –amor a los hijos, dificultades conyugales, deseo de prosperar…– que es aplicable a casi todo el género humano.
No fue Delibes un iconoclasta –quizá ahí resida parte del secreto de su permanencia– ni, mucho menos, un resentido, pero pocas críticas sociales han conseguido un mayor calado que la contenida en la descripción del agro sureño de «Los santos inocentes».
Tampoco dejó nunca de ser un católico conservador y, sin embargo,
su última y mejor novela, «El hereje», estuvo dedicada con delicadeza conmovedora al protestantismo que fue abrasado en los autos de fe de la España del s. XVI.
Seguramente todo fue posible porque, fueran cuales fueran sus convicciones, se negó a tener esa mirada tuerta, de izquierdas o de derechas, que sólo ve los males de los que juegan en el otro equipo y que ha caracterizado y caracteriza a tantos de sus compatriotas.
Contó en cierta ocasión Delibes que una noche, de regreso del trabajo y mientras cruzaba en bicicleta un parque de Valladolid, fue detenido por un guarda que, como argumento de autoridad, le propinó dos bofetadas. Aquella humillante e innecesaria injusticia debió pesar en el ánimo del escritor hasta el punto de relatarla de manera autobiográfica en «Cinco horas con Mario», pero, como tantas reflexiones suyas, estaba exenta de resentimiento, una conducta que, como la venalidad, no anidaba en él.
Buena prueba de esto último es cómo rechazó año tras año un importante premio literario porque estaba dado de antemano. Murió hace un año, tras una etapa que atravesó con pesar porque no había podido escribir y su esposa, de cuya pérdida nunca se repuso, se había marchado mucho antes. Descanse en paz.
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