Pero todo sonaba confuso. Sacudí la cabeza: – ¿Sabes cómo acabó la I República? Entró el general Pavía a caballo en el Congreso–.
Mi amigo no me creyó, y confieso que fue la primera idea que me vino a la cabeza, aunque realmente esperaba que no fuese nada de eso, pero lo que seguimos escuchando aquella tarde del 23-F demostró que la imagen era certera.
Hacia las siete de la tarde no me aguantaba la inquietud en el cuerpo.
Cogí una sábana y busqué betún de zapatos para pintar en ella “Viva a Democracia” (así, en gallego). La idea era salir a la Alameda Primera hacia el centro de Santander confiando en que la gente se uniría espontáneamente en manifestación.
Si hubiese vivido entonces en Santiago, conocía allí a muchos compañeros con los que armar algo, pero en Santander no sabía con quién contar. Así que le pedí a mi compañero que bajase conmigo para coger del otro lado la sábana. Me dijo que estaba loco y se negó; desgraciadamente se necesitan por lo menos dos para una pancarta.
En el juicio del 23-F los abogados de los golpistas adujeron ante los jueces militares (algunos de los cuales habían hecho la guerra con Franco) que la única diferencia entre el 23-F y el golpe del 36 fue que Tejero había fracasado y Franco había triunfado.
Y llevaban razón, porque el 23-F fue el último episodio del s. XIX, la última galopada del caballo del general Pavía sobre el campo de la democracia incipiente, aplastada en la I y en la II República y, casi, en 1981. Un caballo que, cuando no pudo evitar el nacimiento de la democracia, intentó tutelarlo: en estos días escuchamos a Bono reconocer que el “café para todos” de las 17 autonomías se dispuso para no inquietar al ejército franquista, que no toleraba una autonomía específica para las tres naciones históricas.
El caballo no renunció a su tutela en la redacción de la constitución del 78 y así leemos en ella que el ejército es el garante la misma y que el estado mantendrá relaciones especiales con la Iglesia Católica.
Es el mismo caballo que se niega a abrir luz a la memoria de los represaliados por el franquismo, el que no acepta que no hay reconciliación final sin reconocimiento de la verdad y el que no permite que finalice la última de las transiciones, la de la pluralidad religiosa. No busquéis al caballo sólo en esta o aquella ideología, porque se esconde en el corazón y la mentalidad de los españoles: es el mismo que hoy quiere volver a cabalgar pisando los cimientos de la democracia y aplastar el derecho a la objeción de conciencia.
¿Qué habría sucedido si mi amigo hubiese cogido aquella tarde del golpe el otro lado de la sábana? Comprendo su escepticismo: era una propuesta arriesgada con el golpe aún en marcha, éramos él y yo solos, insignificantes, bajando por la calle corriendo el riesgo de ser detenidos o, peor, de hacer el ridículo. Pero podríamos haber sido el germen de una manifestación más amplia y, no lo dudo, se habría recordado que en Santander alguien había demostrado que creía profundamente en la democracia; habría sido un gesto dignificador y relevante.
Al día siguiente toda la ciudad se manifestó frente al hotel Bahía pero la credibilidad de aquellos demócratas ya no era la misma: era fácil manifestarse cuando los golpistas ya estaban detenidos, como fue fácil al monarca salir nueve horas después del golpe condenándolo cuando Harguindei y Laína (¿los recuerda alguien?) ya habían conseguido por fin pararlo después de un valiente y largo trabajo desde el Ministerio del Interior.
Mi amigo y yo teníamos un mensaje, un gesto significativo que hacer, que habría dignificado la memoria de los verdaderos demócratas. Pero la aplastante sensación de minoría, la intimidación ante el poder, el miedo al ridículo, la convicción de mi amigo de que nuestra postura sería irrelevante, nos paralizó.
Y lo peor: no fuimos capaces de ponernos de acuerdo y yo solo no pude sacar la pancarta.
Como protestantes, tenemos en este momento también mensajes y gestos públicos que presentar con convicción; son pertinentes, dignificadores de la sociedad democrática, plenamente relevantes. ¿Nos parará la aplastante sensación de minoría, la intimidación ante el poder, el miedo al ridículo? Oro para que no sea así; pero sobre todo oro para que no nos paralice nuestra dificultad para ponernos de acuerdo y sacar juntos la pancarta.
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